No somos enemigos de las reformas y, por el contrario, hemos venido sosteniendo que, en algunas materias, las reglas vigentes merecen revisión. Tal es el caso de las que han permitido o facilitado que órganos de control que (como su función lo indica, y así lo dice la Constitución, deberían ser autónomos) terminen perdiendo toda independencia respecto del Gobierno. Es necesario emprender reformas que aseguren que a los altos cargos -en especial cuando se trata de la administración de justicia y a los órganos de control- se llegue por mérito, preparación, experiencia relacionada con las funciones, idoneidad, conocimiento, y no por afinidad familiar, ni por solidaridad partidista o recomendación política. Instituciones como la Fiscalía General, que -merced a bandazos, politización y equivocaciones- dista mucho de cumplir las finalidades para las cuales fue creada, merecen reforma. Lo propio acontece con el sistema de fueros, que ha venido dando lugar a que los aforados escojan, según su gusto y conveniencia, a sus jueces e investigadores.
Claro. Todo eso requiere examen reposado y serio, bien para introducir modificaciones constitucionales o reformas a la legislación, pero no podemos seguir expidiendo normas y más normas, sin orden ni concierto, para que sean incumplidas, manipuladas o mal interpretadas y peor aplicadas.
Las modificaciones al ordenamiento se requieren en toda sociedad, pero los órganos encargados de tramitarlas y aprobarlas deben entender que, al actuar, asumen una responsabilidad ante la historia, y que, en cuanto representantes del pueblo que los eligió, deben pensar, ante todo, en ese pueblo, que es el titular de la soberanía. En consecuencia, el poder de reforma constitucional y legal, no se debe improvisar según las conveniencias políticas, los intereses individuales o políticos, y menos a partir de modalidades de inducción como la que llamamos “mermelada”.
Las reformas que reclama el país deben ser introducidas con fundamento crítico y con espíritu de servicio público; pensadas y estructuradas con una mínima coherencia, dando prelación a lo que reclama el interés general; discutidas ante el país de manera transparente y clara -no aprobadas subrepticia e imperceptiblemente-, y, sobre todo, buscando elevar la calidad del sistema jurídico, de suerte que se corrijan los vicios, errores y falencias, en vez de profundizarlos o repetirlos.
Téngase en cuenta que la Constitución de 1991 ha sido reformada ya en cincuenta y seis oportunidades, muchas veces por razones de conveniencia coyuntural, mirando al corto plazo y no con la proyección de un futuro institucional establece, lo cual se ha traducido en no pocas contradicciones y en retrocesos -como lo fue, por ejemplo, la reelección presidencial-, "parches" que han impedido consolidar la vigencia efectiva de una Carta Política democrática, participativa y pluralista, y un ordenamiento legal acorde con los nuevos fenómenos que afectan a la sociedad y que exigen la respuesta y la actividad del Estado.
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