Dijo el ilustre profesor español que la independencia judicial es un requisito indispensable de la democracia constitucional, dado que es el pilar del Estado de Derecho. Y agregó: “La independencia judicial no solo exige que los jueces no estén sujetos al poder político a la hora de adoptar sus resoluciones, de manera que únicamente estén sometidos a la Constitución y a las leyes, sino que también requiere que esa independencia se refuerce mediante sistemas de designación de los jueces ajenos a los intereses partidistas o ideológicos, y que solo tengan en cuenta razones de mérito y capacidad”. Afirmó, con toda razón, que la independencia judicial no exige solo que se evite la parcialidad de los jueces, sino también la “apariencia” de parcialidad.
Concluyó expresando que “la conversión de los jueces en agentes políticos destruiría el Estado de Derecho”.
No puedo estar más de acuerdo con lo expuesto. Suscribo íntegramente esas afirmaciones, que son válidas en toda democracia, y que, en Colombia, resultan muy propicias para que se reflexione acerca de lo que viene aconteciendo.
A lo dicho en el sentido de evitar tanto la parcialidad como la apariencia de parcialidad, debo agregar: también -ya que en este país se volvió más importante la imagen que la realidad- hay que evitar la apariencia de imparcialidad, que oculta muchas veces una real parcialidad.
Si bien no se puede generalizar -porque en Colombia tenemos jueces, magistrados y fiscales idóneos y bien preparados-, hay situaciones tan evidentes que no se pueden ocultar. Hemos visto a fiscales que, con criterio político, actúan como defensores, y a otros que, también con criterio político, inician investigaciones sin mayor fundamento, a la vez que se abstienen de actuar ante comportamientos públicos marcadamente ilícitos. Y a magistrados que filtran sus ponencias para provocar apoyos -que no necesitan- en medios y redes sociales, cuando deberían ocuparse estrictamente en estudiar los casos y en preparar sus proyectos de fallo en el silencioso y tranquilo espacio de su análisis sobre lo encontrado en el proceso, y a la luz de su conciencia jurídica, exclusivamente ante el Derecho.
Los jueces y magistrados administran justicia. Su único, intransferible e indelegable compromiso es con ella, con la Constitución y con la ley. No son voceros de ninguna corriente, partido ni interés. Admitir injerencias ajenas o externas, así sean muy importantes, es una forma de contaminar indebidamente la sagrada función. Es una modalidad de corrupción.
La función de administrar justicia es sagrada. No puede ser ejercida a partir de directrices políticas o ideológicas impartidas desde directorios, ni desde el Gobierno, ni desde la oposición, porque los jueces no son voceros políticos. Han de fallar con la autoridad que les confieren la Constitución y la ley.
Por su parte, también los políticos, incluidos presidentes y expresidentes, deben respeto a los jueces, y está muy mal que quieran interferir en sus decisiones.
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