Vemos a diario que, como viene ocurriendo en los últimos años, se multiplican en el país las masacres. Asesinan a líderes sociales, a defensores de Derechos Humanos, a campesinos, a indígenas, a desmovilizados, a policías, a soldados, a dirigentes, a ciudadanos indefensos. Se mata y se sigue matando. Se han “normalizado” macabros programas delictivos que se desarrollan a ciencia y paciencia de las autoridades. Son frecuentes los delitos contra la vida y la integridad de las personas. De diaria ocurrencia el sicariato, los homicidios y atentados, los feminicidios, los horrendos hallazgos de personas torturadas, ejecutadas, desmembradas y abandonadas en bolsas de basura. Y no se han acabado los denominados “falsos positivos”, lo acredita el asesinato de tres jóvenes inocentes en Chochó (Sucre).
Cuando a todo se responde con agresividad, violencia, golpes, disparos, insultos; cuando la inseguridad en las ciudades es tan insoportable que los delincuentes no vacilan en matar a una persona por robarle un celular o una bicicleta; cuando ha desaparecido el diálogo civilizado como forma de resolver problemas o diferencias, la comunidad se encuentra amenazada y sin ninguna seguridad, que se la debía asegurar el Estado.
Se irrespeta la propiedad privada, con invasiones ilegales, y se responde con propuestas de regresar a las "Convivir", para sustituir a la fuerza pública.
Cuando todo eso pasa, y cuando los más graves crímenes son noticia de un día y rápidamente olvidados porque llegan nuevas noticias sobre acontecimientos peores, se concluye -con mucho dolor y alta preocupación colectiva- que nuestra sociedad ha caído a un nivel muy bajo; que el Estado perdió el control de la situación y que, desde hace rato, no está cumpliendo su deber constitucional de garantizar los derechos básicos de la ciudadanía. Pero, sobre todo, se concluye que, en Colombia, se perdió por completo el respeto a la vida humana. Que no existe el más mínimo respeto a los derechos de los demás. Que no se respeta la dignidad de las personas. Y hay que insistir: sin respeto entre los miembros de una sociedad, esa sociedad está llamada al fracaso y a la disolución.
En cuanto al ordenamiento jurídico, se ha venido abriendo paso una tendencia a desfigurar, cuando no a vulnerar de manera flagrante, tanto los principios y mandatos constitucionales como las disposiciones legales y las normas éticas. Entre varios ejemplos, basta citar la iniciativa del anterior gobierno y la aprobación por el Congreso -en plena campaña electoral- de una norma abiertamente inconstitucional -así lo declaró la Corte- para suspender la Ley de Garantías. O los varios casos de corrupción, como el de Centros Poblados, el de los planes de alimentación escolar, o el de los recursos destinados a la implementación del Acuerdo de Paz, en todos los cuales, además del irrespeto al ordenamiento jurídico, se verifica que falta por completo la más mínima consideración sobre el interés público y la moral social, que deberían ser prevalentes, como lo señala la Constitución. No se respeta la legalidad.
Debemos restablecer una cultura de respeto al Derecho, a la vida, a la institucionalidad, a la ética, a las personas, al país.
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