Duele decirlo, en especial por parte de quienes siempre hemos admirado, respetado y querido a nuestro Ejército Nacional, que -desde la Independencia en adelante-, con entrega, abnegación, dedicación y sacrificio, ha hecho uso legítimo de las armas de la República. Duele, entristece e indigna, porque la función constitucional de la Fuerza Pública es exactamente la contraria, y porque lo narrado por los exmilitares comparecientes -entregando, a los familiares de las víctimas y a la administración de justicia, parte de la verdad- expone al Estado colombiano como autor, a lo largo de varios años, de uno de los peores y más graves crímenes contra la humanidad.
“Las autoridades de la República están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias, y demás derechos y libertades, y para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares”, declara el artículo 2 de la Constitución, en cuya vigencia ocurrieron tan vergonzosos hechos. A lo cual agrega, de manera específica, el artículo 216 de la Carta Política: “Las Fuerzas Militares tendrán como finalidad primordial la defensa de la soberanía, la independencia, la integridad del territorio nacional y del orden constitucional”.
El respeto a la dignidad de la persona humana y la salvaguarda de sus derechos esenciales configuran los primeros e insustituibles fundamentos del Estado, del sistema político, de la democracia y del ordenamiento jurídico colombiano. Es incomprensible que integrantes de nuestras tropas, que han debido estar siempre a la altura de su dignidad, al servicio de la Patria y de sus instituciones, hayan preferido -como lo escuchamos, horrorizados, en estos días- aliarse con organizaciones delictivas paramilitares, para asesinar a inocentes -luego presentados públicamente como delincuentes caídos en combate-, todo con el pequeño y ruin objetivo de mostrar resultados en la lucha contra las organizaciones guerrilleras. Con lo cual, entonces -y por si lo hecho hubiese sido poco- se engañaba y se mentía a todos los colombianos.
Los comparecientes han mostrado arrepentimiento y pedido perdón a las víctimas. Ahora, deben seguir adelante los procesos que lleva la Jurisdicción de Paz. Sus magistrados y colaboradores deben ser protegidos -porque están amenazados-; que se haga justicia, que se sepa toda la verdad, que se repare a las familias de las víctimas, que se reivindique la inocencia de las personas asesinadas, y que haya garantía de no repetición.
En tal sentido se han pronunciado los magistrados de la JEP, y también lo han hecho el presidente de la República y los ministros de Defensa y Justicia. Y que confiesen y respondan todos aquellos que deben responder, incluidos los determinadores.
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