La norma estipula de manera perentoria que, con miras a garantizar la no repetición de las conductas delictivas que han hecho imposible el logro de la paz en Colombia y también con el objeto de asegurar el monopolio legítimo de la fuerza y el uso de las armas por parte del Estado y la Fuerza Pública en todo el territorio nacional, “se prohíbe la creación, promoción, instigación, organización, instrucción, apoyo, tolerancia, encubrimiento o favorecimiento, financiación o empleo oficial y/o privado de grupos civiles armados organizados con fines ilegales de cualquier tipo, incluyendo los denominados autodefensas, paramilitares, así como sus redes de apoyo, estructuras o prácticas, grupos de seguridad con fines ilegales u otras denominaciones equivalentes”.
Desde 1991, en el artículo 22 de la Constitución se declaró que la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento. En tal sentido, es comprensible la intención gubernamental -anunciada desde la campaña presidencial de 2022- de lograr ese propósito colectivo, a plenitud y no parcialmente. Ello, teniendo en cuenta que el proceso de 2016 se circunscribió tan solo a parte de las Farc, con disidencias anteriores y posteriores a la firma del Acuerdo de Paz firmado con el expresidente Juan Manuel Santos. Esas disidencias y otras organizaciones criminales siguen actuando, con gravísimo daño a las instituciones y al pueblo colombiano, y han demostrado no tener voluntad alguna de acogerse a la legalidad. Tanto es así que una de ellas acaba de manifestar que buscará la paz, pero no con el actual sino con el próximo gobierno. Lo cual indica que la denominada “paz total” no se alcanzará durante la presente administración.
Se prohíbe al Estado la tolerancia con los grupos ilícitos armados, luego, a nuestro juicio, si uno de ellos no muestra voluntad de paz, no se debe insistir en su vinculación a procesos de esa naturaleza, y, como de ese precepto resulta, la Fuerza Pública debe continuar su actividad en todo el territorio y para sus integrantes no puede haber zonas vedadas, en las que no puedan ingresar o tengan que salir.
La Constitución también insiste en que “la ley regulará los tipos penales relacionados con estas conductas, así como las sanciones disciplinarias y administrativas correspondientes”. Es decir, no puede haber impunidad. Es una inconsecuencia que reconocidos delincuentes que siguen delinquiendo sean elegidos para cumplir la función de gestores de paz y quedar en libertad.
En cuanto a las víctimas, no deben ser revictimizadas, como ha ocurrido recientemente -muy grave, por parte de un congresista- con las madres de quienes fueron asesinados y presentados como guerrilleros dados de baja en combate, en el curso de los mal llamados “falsos positivos”, verdaderos crímenes de lesa humanidad. Ni debe ocurrir con los familiares de más de dieciocho mil casos de menores que -según la JEP- fueron víctimas de secuestro, reclutamiento y violencia sexual y otras atrocidades, durante el conflicto armado.