La idea de los prelados no consistió en nada distinto que en buscar el diálogo y, como lo dijo el Cardenal, “sembrar algunas semillas de encuentro, de fraternidad y de confianza mutua y recíproca, necesaria para posteriores avances”. Es apenas un comienzo, una aproximación, un intento, pero muy importante, con miras a lograr -ojalá algún día- algo tan distante como la concordia y el debate respetuoso, en vez del perjudicial clima vigente, de mutuos ataques, insultos y violencia verbal.
Lo hemos venido expresando. Somos muchos los colombianos que pensamos igual y, por tanto, agradecemos y apoyamos la gestión de la Iglesia al respecto.
La polarización política que se ha adueñado del país desde hace unos años y llega hoy a un nivel inaguantable, ha causado y seguirá causando mucho daño en Colombia. El constante enfrentamiento entre el Gobierno Nacional, el Pacto Histórico, los congresistas y miembros de los partidos y movimientos de oposición, que tiene lugar a nivel nacional y se refleja también en departamentos, distritos y municipios, obstruye constantemente el adecuado funcionamiento del Estado, impide la expedición de las leyes, desconoce principios constitucionales fundamentales, conspira contra el interés general y perjudica ostensiblemente a las comunidades.
En muchos casos, la agresividad del discurso y los ofensivos términos en que los unos se refieren a los otros inciden en el comportamiento de personas que se dejan llevar por las posiciones extremas y no vacilan en agraviar, amenazar, calumniar y hasta en usar la violencia física contra aquellos a quienes consideran sus enemigos, porque eso es lo que han escuchado de los dirigentes, en arengas, en manifestaciones y reuniones, en redes sociales, en medios de comunicación y hasta en sesiones del Congreso y en consejos de ministros.
Inclusive, la bien intencionada “marcha del silencio”, que buscaba unión -a propósito del absurdo atentado contra Miguel Uribe- terminó en ataques verbales y físicos contra periodistas, solamente por ejercer su trabajo en un determinado canal de televisión. Los agresores creían que ese era su deber; que la marcha era para eso e incurrieron en el delito. En muchos lugares, no hubo silencio sino gritos y ofensas.
En el Congreso, algo tan normal como el trámite del proyecto de ley de presupuesto se hizo imposible por causa del premeditado ausentismo. No hubo quórum, la iniciativa no se discutió; no pudo expedirse y el presidente de la República tuvo que ponerla en vigencia por decreto.
Lo mismo aconteció con el proyecto de reforma laboral, que buscaba devolver garantías a los trabajadores. Se archivó sin ningún debate y el país no ha salido del incomprensible enfrentamiento por la consulta popular.
Es necesario que se regrese al mutuo respeto, sin perjuicio de la libertad de pensamiento político.