Aunque las labores de la Asamblea Nacional Constituyente concluyeron el 4 de julio de 1991, y si bien ese día se llevó a cabo el acto solemne de firma de los constituyentes y juramento de quienes la presidieron -Álvaro Gómez Hurtado, Horacio Serpa Uribe y Antonio Navarro Wolf-, lo cierto es que, como lo ha sostenido la Corte Constitucional, su vigencia no principió en esa fecha sino el 7 de julio, día en que un texto –después corregido varias veces- se publicó en la Gaceta Constitucional, órgano oficial de la Asamblea.
La Carta Política nació, no solamente en virtud de un sentimiento –generalizado entre los juristas-de reestructuración del Estado y del sistema jurídico tras ciento cuatro años de vigencia, al menos formal, de la Constitución de 1886, y como instrumento de reivindicación de libertades, garantías y derechos hasta entonces limitados, sino como respuesta institucional a las varias formas de violencia que asolaban al país. Por ello, a ojos de los historiadores, uno de los motivos primordiales de su establecimiento fue la necesidad de buscar la paz y de restablecer el orden público, gravemente perturbado por acción del narcotráfico y de las organizaciones subversivas. Inclusive, en la Sentencia mediante la cual la Corte Suprema encontró válido el haber acudido a la figura del Estado de Sitio para permitir que el pueblo acudiera a las urnas con miras a la enmienda constitucional (Decreto Legislativo 927 de 1990), fue citada la acepción del jurista italiano Norberto Bobbio, según la cual las constituciones son tratados de paz con mayor vocación de permanencia.
Resulta de interés histórico subrayar que, precisamente en este vigésimo quinto aniversario del Estatuto del 91 y aunque no las conocemos en su contenido, nuevas reglas de juego en el nivel constitucional se estén abriendo paso, también como elemento orientado a la paz y a la finalización del conflicto armado entre el Estado colombiano y las Farc-EP.
A sus veinticinco años, la Constitución ha sido reformada en cuarenta y dos oportunidades -una, la de 2003, aprobada por el pueblo en referendo, y las demás por acto legislativo del Congreso-, en la mayoría de los casos sin necesidad, ni utilidad, respondiendo más bien a objetivos políticos coyunturales y a metas de corto plazo.
Algunas de las reformas de la Constitución han sido declaradas inconstitucionales, unas veces por vicios de trámite en su formación y otras por haber considerado la Corte Constitucional que con ellas se pretendió sustituir valores o principios esenciales de su configuración original. Otro diferente fue el caso de la reforma de la Justicia tramitada en 2011: un acto legislativo todo lo criticable que se quiera, pero que fue aprobado en los ocho debates constitucionalmente exigidos y en debates de conciliación por las plenarias de Senado y Cámara, pero hundido por voluntad presidencial en un día, en sesiones extraordinarias improcedentes y por tanto inválidas, al resolver sobre unas objeciones por inconveniencia que el Gobierno –autor de la iniciativa- no podía oponer, como lo expresó tiempo después el Consejo de Estado en fallo teórico e inane.
De todas maneras, sin desconocer que una constitución no puede ser irreformable por cuanto nunca es perfecta y la sociedad enfrenta con el paso del tiempo nuevos desafíos y situaciones que exigen adaptar y remozar el ordenamiento jurídico básico para que no sea desbordado por los hechos, un número tan alto de enmiendas constitucionales -y sobre todo la falta de coherencia y las contradicciones entre ellas- demuestra una gran inestabilidad institucional, además de una lamentable tendencia a la improvisación en quienes tienen a su cargo el poder de reforma. Lo que a su vez conduce a la progresiva desvalorización y fragilidad de las normas fundamentales, las cuales, a pesar de estar consignadas en texto escrito –formalmente rígido- van pasando a ser flexibles pero sin la maduración que acompaña los cambios constitucionales en los sistemas consuetudinarios. En últimas, que un desayuno en el palacio presidencial, ofrecido a los congresistas, las prebendas o las cuotas burocráticas definan la suerte de una reforma constitucional -lo que, de suyo, es algo trascendental en cualquier democracia- habla muy mal de la seriedad de los reformadores y deja en entredicho la justificación y la verdadera necesidad de las reformas.
Sobre lo que han sido esos veinticinco años de vigencia de la Constitución, cabe formular, a título de análisis, varias anotaciones:
No obstante su innecesaria extensión-tanto en disposiciones permanentes como en transitorias- (que tiende a crecer con las reformas) y algunos defectos de redacción, vacíos y contradicciones, la Constitución de Colombia es rica en valores y principios, y el eje fundamental de su estructura -con algunas fisuras generadas también por las reformas- se mantiene en pie.
A este respecto, cabe reconocer que los constituyentes lograron en muy poco tiempo -seis meses- diseñar un cuerpo normativo importante, que, con base en fundamentos democráticos, pluralistas y participativos, consagró reglas novedosas, renovó las instituciones, acogió las tendencias internacionales en materia de derechos humanos y libertades públicas, reivindicó derechos de minorías y grupos tradicionalmente discriminados o marginados, procuró brindar a los gobernados herramientas jurídicas para asegurar la intangibilidad de sus derechos, y logró un perfil moderno y progresista que, pese a reiterados intentos de retroceso, se mantiene. Es una Constitución que delimita el poder, inclusive durante los estados de excepción -claramente restringidos- y que hace valer los derechos humanos y el Derecho Interncaional Humanitario.
Como lo decía en reciente intervención pública, es lo cierto que se trata de una constitución humanista, cuya preceptiva, por definición, rechaza la razón de Estado, las vías de hecho y la arbitrariedad en el ejercicio del poder, pues recalca, como punto esencial de su fundamentación política y base necesaria del sistema jurídico que funda, el respeto a la dignidad de la persona, y el reconocimiento, por parte del Estado, de valores insustituibles como la libertad, la igualdad, la paz, el trabajo o la familia. En consecuencia, los delegatarios del 91 no ahorraron tinta cuando se trató de dejar en claro que este es un Estado Social y Democrático de Derecho, participativo, pluralista, y que una de las principales finalidades de la organización estatal -y por lo tanto la tarea de todos y cada uno de los servidores públicos- consiste en garantizar la efectividad de los derechos, libertades, garantías y deberes de los asociados.
Para nuestros constituyentes, así como para la Corte Constitucional, guardiana de la integridad y supremacía de la Carta Política, un derecho puramente teórico o una garantía apenas formal no deberían tener cabida en el actual sistema. Un concepto que, infortunadamente, no ha sido comprendido ni desarrollado por los órganos y funcionarios en la vida práctica, dando por resultado que derechos considerados fundamentales como la salud, la educación, los derechos de la mujer, los derechos de los niños, los derechos de los indígenas, la seguridad social, la intimidad, el trabajo dignamente remunerado, la no discriminación, entre otros, sigan siendo en buena parte teóricos y lejanos, como lo muestra la dura realidad de nuestra sociedad, particularmente en ciertas zonas del territorio y en amplios sectores de la población.
Ahora bien, la Asamblea Nacional Constituyente, autora de la Constitución, ha sido reconocida a nivel internacional por haber plasmado una moderna carta de derechos –fundamentales, políticos, sociales, económicos, culturales, colectivos- y los mecanismos judiciales idóneos para su protección. Y a lo largo de este cuarto de siglo la Corte Constitucional, mediante su jurisprudencia, ha procurado que tales derechos y sus garantías no se reduzcan al papel y, por el contrario, cobijen ciertamente a la población y puedan ser reclamados ante los jueces. De modo que, con instituciones como la tutela, las acciones populares, las acciones de cumplimiento, la acción pública de inconstitucionalidad, los ciudadanos –a diferencia de lo que ocurría durante la vigencia de la Carta anterior- hayan entendido que la Constitución es suya y que allí está en vigor para garantía de sus derechos y libertades.
En virtud de mandatos constitucionales como el artículo 93, se ha dado valor prevalente a los tratados internacionales ratificados por Colombia sobre derechos humanos. Y el artículo 85 de la Constitución enuncia derechos de aplicación inmediata que, por ende, no requieren de una ley para ser reclamados ante los jueces.
La Corte Constitucional, en desarrollo de lo dicho, ha definido el bloque de constitucionalidad como como unidad jurídica compuesta por normas y principios contemplados en tratados internacionales sobre derechos humanos, en el Derecho Internacional Humanitario, en la propia Constitución, en leyes estatutarias y en otras disposiciones, integradas entre sí con el fin de amparar efectivamente los derechos fundamentales.
Son reglas jurídicas que, aun sin aparecer formalmente en el articulado de la Carta, son utilizadas como criterios y parámetros del control de constitucionalidad de las leyes y decretos con fuerza de ley. Tales preceptos han sido normativamente integrados a la Constitución, por diversas vías y por mandato de la propia Constitución. Se trata entonces, como enseña la Corte Constitucional, de verdaderos principios y reglas de valor y jerarquía superior. Son normas situadas en el nivel constitucional, aunque no estén incorporadas a la preceptiva de la Constitución en estricto sentido.
El artículo 94 de la Carta, por su parte, subraya el carácter fundamental de los derechos y sus garantías aunque no estén expresamente consagrados. Al respecto declara: “La enunciación de los derechos y garantías contenidos en la Constitución y en los convenios internacionales vigentes, no debe entenderse como negación de otros que, siendo inherentes a la persona humana, no figuren expresamente en ellos”.
La de 1991 es una Carta humanista, democrática y genuinamente protectora de los derechos, cuya real y material vigencia e intangibilidad deben ser defendidas, a la luz de los principios democráticos que inspiraron a los delegatarios hace veinticinco años. Lástima que en muchos aspectos no se cumpla, y que a veces el poder público no haga valer sus postulados.