Editoriales (852)
No por solidaridad únicamente -como algunos parecen entenderlo-, sino por obligación constitucional, el Estado colombiano tiene que prever y aplicar lo necesario para el adecuado y justo resarcimiento de las víctimas de la violencia, con independencia de quiénes son los victimarios.
La primera obligación recae naturalmente sobre los autores materiales e intelectuales de los crímenes cometidos, pero el Estado también responde ante las víctimas cuando no es capaz de hacer que los victimarios respondan.
Además, para lograr la eficacia de las normas sobre protección de las víctimas, y muy particularmente para asegurar la no repetición de las conductas lesivas de los derechos humanos, es indispensable el control del Estado, que no excluye el control social.
En momentos en que precisamente hay preocupación y alarma por el hecho de que, como lo denunció el Ministro de Defensa, puede haber grupos dentro de la Fuerza Pública que exigen cadáveres para presentar “falsos positivos”, no puede ser más inoportuno el cambio propuesto en la Cámara de Representantes sobre la Ley de Víctimas, aprobada en el Senado durante el último período legislativo.
Al texto le quieren introducir modificaciones como las siguientes: 1) Son víctimas sólo quienes sufren daño de los grupos armados ilegales; 2) No hay víctimas de agentes del Estado; 3) Se requiere la decisión de un juez para ser considerado víctima, restringiendo el ámbito personal de quienes merecen protección; 4) Se excluye el control social sobre la Fuerza Pública para garantizar la no repetición de los crímenes.
Se ignora, desde este punto de vista, que la primera interesada en que todos estos procesos sean transparentes y de cara al país, es precisamente la Fuerza Pública, que como tal -institucionalmente- merece la confianza ciudadana, pero que no puede descartar que en sus filas haya grupos que incurren en crímenes atroces, los cuales por supuesto, así como la responsabilidad penal, tendrían que ser probados en procesos rodeados de todas las garantías para los incriminados. Pero de allí no resulta, ni lógica ni jurídicamente, que por vía general la ley tenga que excluir de antemano y absolutamente siempre, como si fuera un axioma, la posibilidad de que integrantes de los cuerpos armados oficiales abusen de su condición.
Menos todavía si ello repercute en una inaceptable distinción entre las víctimas, por razón del victimario: no hay víctimas más “afortunadas”, por haberlo sido de agentes estatales.
La familia, de conformidad con el artículo 5 de la Constitución Política, es reconocida por el Estado, sin discriminación alguna, como institución básica de la sociedad.
El artículo 42 de la Constitución señala a la familia como núcleo fundamental de la sociedad, y dice que se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla.
De suerte que, haya o no matrimonio, la familia se constituye en elemento indispensable para la conformación de la sociedad, y merece de todas maneras la protección especial del Estado.
Si la Constitución otorga tal importancia a la familia, sus prescripciones obedecen a que ella representa el sustento real de todo el conglomerado, y diríase que, más allá de ser un grupo reducido de personas, su configuración y solidez resultan indispensables para la existencia misma de cualquier comunidad organizada.
A esta conclusión podemos llegar si partimos inclusive de la hipótesis absurda de una sociedad integrada por individuos no agrupados en familias, quienes, considerada la naturaleza humana, no podrían desarrollarse, ni pertenecer a sociedad alguna, en tanto que les faltaría nada menos que el clima necesario para su supervivencia, y, en el extremo de la teoría, para llegar a ser miembros de la sociedad, tendrían que haber subsistido solos desde su más tierna infancia. De lo cual no hay memoria histórica, ni siquiera en las agrupaciones sociales más primitivas, siendo por tanto la generalización del ejemplo algo, con certeza, imposible.
De suerte que la ruptura de la unidad familiar se convierte en factor de alta peligrosidad para la sociedad entera, ya que implica que, destruida o gravemente enferma la célula fundamental, muy fácilmente el mal se contagia a la totalidad del organismo, produciéndose lo que se denomina “metástasis” en el lenguaje científico.
Así, unos hogares en los que imperan la violencia, la distancia entre padres e hijos, el abandono, la total ausencia de los primeros elementos propios de la formación de los niños, el desgreño, la carencia absoluta de creencias religiosas -sea cualquiera la confesión de la que se trate-, la falta de un criterio orientador sobre valores y principios morales, no pueden transmitir a la colectividad en su conjunto nada diferente a los mismos males, multiplicados, hasta generar su destrucción.
De allí que la importancia y trascendencia de la familia, aunque está contemplada en las normas jurídicas, no provenga de ellas, sino de la naturaleza, lo que significa que la imperativa protección del núcleo familiar es algo que se impone de suyo, donde quiera que existan seres humanos, y es anterior a cualquier ordenamiento positivo.
Véase que la familia no es ni siquiera exclusiva de las agrupaciones humanas. Ella subsiste, así sea en forma rudimentaria, entre las distintas especies animales.
Los últimos acontecimientos, que han conmovido profundamente a la Nación colombiana, en particular cuando las principales víctimas han sido los niños, precisamente aquéllos que requieren, también por naturaleza, de una familia que los cuide y les permita su desarrollo adecuado, muestran a las claras que estamos obligados a reflexionar acerca de la sociedad que estamos construyendo -o destruyendo-, y en torno al concepto de familia imperante entre nosotros.
No sé a los lectores, pero a quien esto escribe le ha parecido espeluznante y aterrador lo que pueda haber detrás de los casos conocidos desde la semana anterior, sobre tráfico de seres humanos, extraídos del seno de comunidades pobres y cobardemente sacrificados, al parecer con el solo propósito de engañar al Gobierno y al país con “resultados” en la lucha contra la subversión.
En nuestro sistema jurídico no es correcto utilizar los términos “ejecuciones extrajudiciales”, no porque en la práctica no se presenten los crímenes -que sí se presentan, como lo estamos viendo-, sino porque, no existiendo la pena de muerte -radicalmente prohibida en el artículo 11 de la Constitución-, tampoco es posible la referencia a “ejecuciones judiciales”. Ni las unas, ni las otras, de acuerdo con nuestro ordenamiento.
En todo caso, lo acontecido con al menos 23 jóvenes recientemente desaparecidos en Bogotá y Soacha, y a los pocos días aparecidos muertos en Cimitarra y Ocaña, contabilizados como “bajas” en supuestos combates con el Ejército, es algo de inmensa gravedad, no solamente por los homicidios en cuanto tales, sino por la indefensión de las víctimas, y especialmente por la tenebrosa actividad que estas muertes delatan.
El Ministro de la Defensa, Juan Manuel Santos, ha reconocido que puede haber núcleos dentro de la Fuerza Pública que piden cadáveres para presentar a sus superiores falsos positivos. El Vicepresidente de la República, Francisco Santos, ha convocado a los organismos de investigación y control, con miras a esclarecer los casos, para llevarlos -ojála pronto- hasta las últimas consecuencias, “esté metido quien esté metido”, según sus palabras.
Las Naciones Unidas, a través de la Oficina de Derechos Humanos, han exigido al Gobierno y a los órganos competentes adelantar los procesos, y “poner fin a las prácticas y patrones de presuntas ejecuciones extrajudiciales”.
Lo alarmante de estos acontecimientos es que algunos justifican las ejecuciones con el argumento de que varios de los muertos presentaban antecedentes delictivos. Aun en tal caso, es inadmisible que una “justicia” oscura les haya aplicado la pena capital.
Sería vergonzoso para Colombia que estas abominables prácticas quedaran -como quedan muchas otras- en la impunidad, ya que además de una inadmisible trata de personas, la “verdad” formal acerca de sus muertes presenta a las víctimas como integrantes de grupos armados ilegales, lo que significa que, además de asesinadas, han sido deshonradas.
Certidumbres e inquietudes
EL FUERO, UNA GARANTÍA INSTITUCIONAL
José Gregorio Hernández Galindo
La CorteSupremade Justicia ha resuelto reiterar su jurisprudencia en el sentido de que los congresistas contra los cuales se ha iniciado proceso penal pierden el fuero previsto en la Constitución cuando renuncian a sus curules.
Ello implica necesariamente que la propia Corte, en tales eventos, pierda competencia para investigarlos y juzgarlos.
El parágrafo del artículo 235 de la Constitución -norma que establece el fuero de los congresistas ante la Corte Suprema de Justicia- señala textualmente: “Cuando los funcionarios antes enumerados hubieren cesado en el ejercicio de su cargo, el fuero sólo se mantendrá para las conductas punibles que tengan relación con las funciones desempeñadas”.
Con el debido respeto, manifiesto mi cordial discrepancia con la providencia más reciente proferida por la Corte la semana pasada, por varios motivos:
- El fuero previsto para los miembros del Congreso, ante el máximo tribunal de la jurisdicción ordinaria, se ha contemplado, no como un beneficio, preferencia o derecho a favor de la persona del congresista, sino como una garantía institucional que busca salvaguardar la independencia de la rama legislativa.
- Por tanto, el fuero no es, ni debe ser, algo de lo cual disponga el aforado, para ingresar y salir de él según su conveniencia.
- En un Estado de Derecho, resulta necesario conservar el principio del juez natural, es decir, aquél juez que, de conformidad con las reglas vigentes, corresponde a una persona cuando su situación encaja en unas determinadas previsiones del ordenamiento jurídico. Cada cual debe someterse al juez que le sea asignado, sin que resulte admisible la escogencia subjetiva y caprichosa del propio juez.
- Quienes son miembros del Congreso tenían conocimiento, desde su campaña, y al posesionarse del cargo una vez elegidos, acerca del juez que, en su condición, les señaló la Carta Política. De modo que ninguno de ellos puede decirse sorprendido por el hecho de que se le aplique la regla en cuya virtud su investigador y su juez es la Corte Suprema, ni por ser el respectivo fallo de única instancia.
Por supuesto, se pueden buscar hacia el futuro normas diferentes a las hoy previstas, para brindar a los congresistas la garantía de la doble instancia, y la separación de las funciones de investigación y juzgamiento, según la tendencia universal que incorpora estos principios al debido proceso.
Pero en verdad, la Constitución actual no consagró esas posibilidades dentro del fuero, y el Congreso -que tiene facultad para reformar sus normas- no se ha ocupado, antes de la “parapolítica”, en introducir modificaciones a los artículos 186 y 235, numeral 3, de la Constitución. No lo hizo, cuando tuvo la oportunidad, al instaurar el sistema penal acusatorio mediante Acto Legislativo 3 de 2002, y en realidad permitió en ese momento que subsistieran las reglas del proceso inquisitivo, y de una sola instancia, cuando se trata de la investigación y juzgamiento de congresistas
- Con la jurisprudencia de la Corte se pierde la unidad de criterio en la aplicación de las normas penales, y se sacrifica la igualdad.