Editoriales (852)
Lo ocurrido este domingo en Honduras no solamente es grave, en cuanto expresión torpe y brutal de intolerancia política que echa por tierra los logros democráticos, sino que constituye un inconcebible retroceso a etapas oscuras que todos considerábamos hace tiempo superadas. Es el regreso, no esperado, de los gorilas.
Afortunadamente, la OEA, las Naciones Unidas, el ALBA, el CARICOM, el SICA, UNASUR, el Grupo de Río, la Unión Europea, los presidentes de América y los de muchos países no han vacilado en rechazar con claridad y contundencia el golpe de Estado, ni en reconocer como único Presidente de Honduras a José Manuel Zelaya Rosales, elegido democráticamente.
Los chafarotes llegaron en la madrugada, armados y disparando, a la casa del Presidente Zelaya; lo encañonaron; le arrebataron el teléfono celular; le impidieron toda comunicación; atemorizaron a su esposa y a su hija adolescente; causaron destrozos en el inmueble; irrespetaron la intimidad de la familia; condujeron al Presidente, a la fuerza, a una base aérea, y lo enviaron a Costa Rica. Cortaron la energía eléctrica; silenciaron las emisoras y canales de televisión…En síntesis, como en las tenebrosas épocas de Pinochet y de Videla.
En la tarde, el Congreso lo despojó de su investidura, sin su audiencia y sin que hubiera precedido siquiera un remedo de juicio, y quien presidía la sesión fue elegido por pupitrazo, se posesionó, estableció el toque de queda e instruyó al Ejército acerca de las medidas orientadas a reprimir las manifestaciones populares de resistencia al cuartelazo, que ya habían comenzado.
Desde el punto de vista del Derecho, es muy doloroso que la Corte Suprema hondureña se haya prestado para la perpetración del golpe, o peor, que –según dicen Micheletti y los demás golpistas- el Ejército haya actuado como actuó por orden de esa Corporación, que entonces, en vez de haber sostenido los postulados democráticos y los mecanismos jurídicos, se haya rendido ante los promotores de semejante raponazo.
Una consulta popular no vinculante, como la que buscaba Zelaya, no tiene nada de ilícito, pero si, en gracia de discusión, lo hubiese sido según las normas, lo han debido procesar, con todas las garantías y asegurándole la defensa, en vez de romper la institucionalidad. Si lo que querían era presentarlo al mundo como infractor de la Constitución, lo hicieron muy mal, pues terminaron convirtiéndolo en un mártir.
LA DEPLORABLE IMAGÉN DE COLOMBIA ANTE EL MUNDO
24 Jun 2009En vez de lograr que el concepto existente en el exterior sobre Colombia –negativo en grado sumo, como nos consta directamente- mejore un poco, tal parece que nuestros funcionarios están empeñados en hacerlo todavía más negativo; en que sigamos siendo vistos como salvajes; en que nuestra democracia se palpe y se vea en otros países como de mentiras.
Así, después de dos años de crisis caracterizada por investigaciones, procesos, detenciones y condenas contra un altísimo número de congresistas, por posibles vínculos y acuerdos con organizaciones paramilitares, y tras el escándalo de la compra de votos y los cohechos –hoy ya fallados por la Corte Suprema en sentencias definitivas- durante el trámite de la enmienda reeleccionista de 2004 –la “reforma de Yidis y Teodolindo”-, en el mundo será muy difícil explicar por qué el Gobierno colombiano pretende reformar otra vez la Constitución para retornar a un sistema que, lejos de establecer normas exigentes con miras a un Congreso digno y autónomo, obstruía con trámites políticos la administración de justicia cuando se trataba de delitos cometidos por integrantes de las cámaras. Como quien dice, premiar las costumbres políticas corruptas, asegurándoles en adelante la impunidad, y castigar al órgano que las ha venido investigado y sancionando -la Corte Suprema de Justicia-, despojándola de su función. Ha actuado demasiado bien, y eso, en Colombia, está mal, según la óptica vigente.
Al mismo tiempo, cuando el mundo entero está pendiente de lo que ocurre con algo tan tenebroso como el sistemático plan criminal denominado con el generoso nombre de “falsos positivos” –en realidad, horrendos crímenes de lesa humanidad-, como lo acaba de reiterar el relator de Naciones Unidas que visitó recientemente al país, el Gobierno decide cerrar toda posibilidad de reparación administrativa –siquiera en parte- a las miles de víctimas de esos y otros gravísimos delitos; hundir la denominada “ley de víctimas”, al borde mismo de su aprobación, por razones económicas de última hora antes jamás invocadas, y con cifras que varían de hora en hora en varios billones de pesos; absolver “in genere” a los autores de esas conductas cuando son agentes estatales –en vez de pedir su ejemplar castigo por haber enlodado al Estado y al Ejército- , y dejar a los damnificados en la más absoluta desprotección.
Simultáneamente, los victimarios son cobijados de manera anticipada y por vía general, con una ley mediante la cual se disfraza un indulto, por el principio de oportunidad extendido inconstitucionalmente, y antiguos guerrilleros sobre cuyos crímenes nada sabremos jamás son designados “gestores de paz” o enviados con gastos pagos al exterior, sin proceso alguno.
Se preguntan por fuera: ¿será posible esperar que alguna vez diga algo la Defensoría del Pueblo –para la cual los “falsos positivos” parece que no existieran-; que la Procuraduría vigile que se haga justicia, en vez de regañar a quienes administran justicia por hacerlo, y que el Gobierno deje de discriminar entre crímenes de organizaciones ilegales y crímenes de agentes estatales?
Es inoportuna y negativa, además de contrariar de bulto lo que muestran las evidencias y los hechos, la propuesta formulada por el Ministro del Interior y Justicia en el sentido de restablecer la llamada inmunidad parlamentaria, plasmada en la Constitución de 1886, que realmente implicaba una forma de neutralizar a los jueces cuando se tratara de conductas delictivas imputables a los legisladores, y de garantizar a éstos una permanente impunidad.
Por algo se modificó el sistema en 1991, para pasar a la consagración de un fuero consistente en que los magistrados de mayor nivel y respetabilidad, ubicados a la cabeza de la jurisdicción ordinaria, son los únicos autorizados para detener, investigar, juzgar, condenar o absolver a los congresistas, con el propósito de asegurar su independencia, sin necesidad de esperar a que la Cámara correspondiente levante la inmunidad para que pueda actuar la justicia.
Y ahora, cuando precisamente el nuevo sistema ha operado exitosamente, toda vez que la Corte Suprema de Justicia ha venido ejerciendo a cabalidad -con prudencia pero con rigor- la función a ella encomendada por la Carta Política, el doctor Valencia Cossio decide volver atrás, como si la normatividad vigente hubiese sido dañina o inapropiada, recetando un remedio inadecuado para una enfermedad que no existe.
En el fondo está repitiendo la teoría implícita en la carta del Procurador, quien cree que el desempeño de la función constitucional de la Corte implica enfrentamiento con el Gobierno, por lo cual -sin tener competencia para ello- la regaña, cuando a quienes debería no sólo regañar sino investigar sería a los funcionarios administrativos que pretenden obstruir la actividad de la Corte, “chuzar” e incriminar a los magistrados.
¿Qué quiere el Ministro? No me cabe duda: deslegitimar a la Corte Suprema. Mostrarla como responsable del llamado “choque de trenes” por el hecho de ejercer la competencia que le atañe. Avisarle que la van a despojar de su función. Presentar a los congresistas como perseguidos políticos de la Corte. Estimularlos para que no se declaren impedidos durante el trámite de conciliación del referendo reeleccionista, en cuanto están investigados precisamente por esa Corporación. Profundizar en la teoría gubernamental, avalada por el Procurador, de que la Corte está peleando con el Gobierno y con el Congreso, y no actuando -como le toca- en virtud de claros mandatos constitucionales que le otorgan una jurisdicción inevadible.
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Al momento de escribir estas líneas ignoramos la suerte final del proyecto de ley sobre reparación a las víctimas de los miles de crímenes cometidos en nuestro territorio durante los últimos años, pues aunque ya se surtieron los cuatro debates previstos en la Constitución, será necesario un procedimiento de conciliación dada la divergencia entre el texto original, aprobado en el Senado de la República, y el que este martes, a pupitrazo, fue votado en la Cámara de Representantes.
Quienes auspiciaron el proyecto original y las organizaciones defensoras de derechos humanos, que vienen trabajando desde hace tiempo en pro de la reparación integral a las víctimas, han manifestado su desagrado, no solamente por la acostumbrada práctica de las mayorías gobiernistas -que, atropellando e impidiendo cualquier controversia, acallaron en la plenaria de la Cámara todas las voces en contra-, sino por el contenido mismo de lo que allí fue aprobado, que reflejó por encima de toda consideración la voluntad del Gobierno y que, en palabras del representante liberal Guillermo Rivera, no fue otra cosa que “una salvajada con las víctimas”.
En efecto, el proyecto aprobado por la Cámara está más orientado a la restricción, al aplazamiento y a la dificultad para el ejercicio de los derechos, que a cumplir las directrices constitucionales e internacionales al respecto.
Uno de los puntos más enojosos de ese texto radica en la ostensible discriminación entre las víctimas, según quiénes hayan sido los victimarios, toda vez que se da un trato diferente a los afectados por guerrilleros o paramilitares -que podrán tener acceso menos difícil a la reparación administrativa- y a las víctimas de agentes estatales -quienes deberán pasar forzosamente por interminables procesos judiciales que culminen en condena-.
Eso implica, además de la práctica eliminación de un elemental principio de buena fe, una reparación cuando menos tardía, y muchas veces -así lo veremos- la pérdida de toda esperanza de resarcimiento para buena parte de las víctimas.
La discriminación en tal sentido, introducida con la disculpa de que el Estado no puede reconocer que agentes suyos hayan cometido crímenes -como si la realidad de hechos tan vergonzosos como los “falsos positivos” no existiera-, implica una abierta violación del principio constitucional de la igualdad, que obliga al Estado a dar el mismo trato a quienes se encuentran en las mismas circunstancias.
Es totalmente irrazonable distinguir entre las víctimas a partir del origen del victimario, y lo es todavía más que el Estado asuma una actitud cómplice con las manzanas podridas que puedan encontrarse en el interior de su organización.
Quizá, como algunos han dicho, lo mejor sea que este proyecto, tal como quedó después de pasar por la Cámara de Representantes, se hunda definitivamente, y que entremos a estudiar un nuevo estatuto que consagre de manera genuina y realista el derecho de toda víctima a la plena reparación.
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