La función de administrar justicia corresponde al Estado, que la debe ejercer de acuerdo con normas previas y claras, debidamente promulgadas ante la comunidad y por autoridades competentes. Su necesidad es una de las razones para la existencia de la organización política, pues sin justicia es imposible la convivencia.
Esa función resulta esencial para la solución de los conflictos que surgen en el seno de la sociedad, para la efectividad de los derechos, para el cumplimiento de las obligaciones, para la aplicación de las sanciones que merecen quienes infringen el orden jurídico.
La administración de justicia es un servicio público a cargo del estado, por conducto de los jueces, tribunales y fiscales, si bien la Constitución autoriza que de manera extraordinaria y delimitada lo presten los particulares en condición de conciliadores o de árbitros, y -aunque no lo ha desarrollado todavía la ley sobre la base del artículo 116 de la Constitución-, lo podrían hacer en carácter de jurados en las causas criminales, pero solamente en los casos y con los requisitos que las normas legales contemplan.
Es claro, que mientras la Constitución y la Ley no lo autoricen, los particulares no pueden administrar justicia.
Puede ser cierto que en muchas ocasiones la lentitud de los procesos, la morosidad de los jueces, la tendencia a dejar libres o a conceder casa por cárcel a personas que constituyen peligro para la sociedad, desalienten a la comunidad y produzcan una generalizada sensación de desamparo. A ese respecto, los propios administradores de justicia deben revisar su comportamiento y disponerse a prestar el servicio público con eficiencia y celeridad.
Pero nada autoriza la justicia por mano propia. La Carta prohíbe la pena de muerte, la tortura y la violencia como formas de sanción penal, y las penas contempladas en la ley deben ser impuestas únicamente por la autoridad judicial competente y previo un debido juicio adelantado con todas las garantías procesales.
A nadie se oculta que el delincuente causa daños a la sociedad -a veces irreversibles-, pero el sistema democrático garantiza la presunción de inocencia, y para investigar al sindicado, juzgarlo, condenarlo si es el caso, está la administración de justicia.
El nuestro es un Estado de Derecho y nuestra sociedad es civilizada. La ira popular puede ser explicable en muchos casos, pero no se justifica. Desatarla es delictivo. Admitir o estimular los linchamientos significa regresar a la ley de la selva; volver al dominio de la fuerza bruta.