Lo acontecido en Guatemala, con la importante participación investigativa del ex magistrado colombiano Iván Velásquez, que culminó ayer con la renuncia del Presidente de la República Otto Pérez Molina y la posesión del Presidente encargado, Alejandro Maldonado, quien culminará el período del dimitente, constituye un gran ejemplo de democracia y de aplicación del Derecho por encima de los intereses políticos.
En efecto, Pérez Molina y su vicepresidenta Roxana Baldetti se vieron involucrados en la red de corrupción denominada “La Línea”, inclusive en carácter de líderes, junto con otros servidores públicos.
De acuerdo con las conclusiones de una investigación que duró más de 18 meses, Pérez Molina dirigía la mencionada red clandestina dentro de la Superintendencia de Administración Tributaria (SAT), con la participación y colaboración de por lo menos 28 personas.
A diferencia de lo que ocurre, en Colombia, en Guatemala el Congreso facilitó de manera expedita la actividad de los jueces. Por ello, hemos visto esta semana cómo Pérez Molina fue el primer presidente en la historia de su país despojado del fuero especial que lo cobijaba, tras el voto que en tal sentido depositaron por unanimidad 132 diputados. Y contra él se profirió inmediatamente orden de captura, lo que precipitó su caída y la iniciación del proceso penal. El Ministerio Público (MP) y la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) lo habían acusado de corrupción el 21 de agosto.
Pérez firmó la carta de renuncia a las 19:00 hora local del miércoles, diciendo que su propósito era "mantener la institucionalidad y el orden que corresponde dentro del Estado", además de enfrentar "de manera individual" el debido proceso en su contra.
Se trata, decimos, de un buen ejemplo, porque significa que, en un verdadero Estado de Derecho, nadie –ni el funcionario más importante y poderoso, como lo son los jefes de Estado y de Gobierno en nuestros países de sistema presidencial- está por fuera del alcance de la justicia. Al contrario, el carácter de supremo representante de la Nación, quien encarna los primordiales valores del Estado, del estatuto político y de la colectividad, compromete aún más a quien ejerce la presidencia. Debe estar en permanente disposición de responder por sus actos y omisiones. Y, con claridad y transparencia, actuar correctamente en el curso de su actividad. De modo que, cuando traiciona la confianza de sus electores y falta a su juramento de servir al Derecho y a la República, debe responder, no solo en el campo político –como debe ser- sino en el penal, en el disciplinario y en el fiscal.
Por eso, quien esto escribe ha criticado el hecho de que el Acto Legislativo 2 de 2015, mal denominado “de equilibrio de poderes”, haya consagrado en realidad un gran desequilibrio, al excluir a los magistrados de las altas corporaciones de la Justicia y al Fiscal General de la Nación del fuero constitucional especial pero conservando ese fuero únicamente para el Presidente de la República o quien haga o haya hecho sus veces, y para los miembros de la Comisión de Aforados, dando paso a la impunidad.
En efecto, en nuestro sistema, la administración de justicia -en concreto, la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia- no puede actuar contra los presidentes o ex presidentes de la República –y en adelante tampoco contra los miembros de la Comisión de Aforados-, por delitos, sin haber pasado antes –como requisito de procedibilidad- por un proceso de naturaleza política ante la Cámara de Representantes (que tiene competencia para investigar y acusar o no acusar) y el Senado de la República (que debe decidir si admite o no la acusación, y sólo puede imponer la sanción de destitución o privación, o suspensión, de los derechos políticos). Y es muy difícil que lleguen a ser privados de su libertad, juzgados y condenados, porque el Senado, que normalmente obrará -como la Cámara al acusar o no acusar- con criterio político, debe decidir, en el caso de delitos comunes, si hay o no lugar a seguimiento de causa, y sólo en caso afirmativo pondrá al acusado a disposición de la Corte Suprema de Justicia. Lo dicho: impunidad.
Así que no mejoró mucho el sistema, y menos aún se consagró el equilibrio entre quienes ejercen el poder, en la famosa reforma de 2015.
Repetimos: buen ejemplo el de Guatemala, en donde se concretó la responsabilidad política, y pudo obrar la administración de justicia contra el delito y la corrupción.