Desde luego, según la Constitución Política y los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos, el Director de la Policía Nacional, General Palomino –en cuya rectitud hemos creído los colombianos-, y todos los oficiales contra quienes se han formulado denuncias en estos días, gozan de la presunción de inocencia, y no se podrán tener por corruptos, ni por delincuentes sin que se les haya seguido un debido proceso con la plenitud de las garantías constitucionales, su derecho de defensa y su derecho a controvertir las pruebas que se alleguen en su contra, así como a hacer valer las que les sean favorables.
En eso, y en las indispensables e inmediatas investigaciones, las autoridades judiciales, administrativas y disciplinarias tienen que ser rigurosas, no solamente para preservar los derechos esenciales de los inculpados, sino ante todo –como lo hemos dicho también en el caso de la Corte Constitucional- para salvaguardar el prestigio de una institución respetable, que lejos de generar escándalos, está llamada a dar ejemplo de pulcritud y seriedad, y, dada la trascendencia de su función, debe gozar de la plena confianza de la ciudadanía. La intangibilidad de esa confianza y de ese prestigio deben salir adelante, más allá de cualquier interés personal o de grupo, y para lograrlo, es a la Policía Nacional a la que más conviene que se indague a fondo sobre los hechos con total transparencia, y que se informe de todo, oportunamente, al país.
Creemos que, en cuanto se han denunciado posibles delitos como interceptación ilegal de comunicaciones, enriquecimiento ilícito y constreñimiento ilícito –entre otros-, y faltas disciplinarias, es mucho lo que deben investigar -y ya lo deben estar haciendo- la Procuraduría General y la Fiscalía General de la Nación. El Gobierno ha designado una Comisión externa, y eso está bien, aunque lo debido, según las normas vigentes, es que opere el control interno.
Preocupa en alto grado lo que se ha denunciado en algunos medios de comunicación acerca del regreso de las llamadas “chuzadas”. Interceptaciones sin orden judicial, que si ya resultan graves en relación con cualquier ciudadano -pues afectaría su derecho fundamental a la intimidad- son mucho más graves respecto a periodistas, como consecuencia del ejercicio de sus libertades de información y prensa. Y muchísimo más delicadas, si están acompañadas de presión y amenazas, como se ha venido diciendo.
El papel de la prensa en una democracia es muy importante para el mantenimiento de unas condiciones necesarias de moralidad y respetabilidad en el ejercicio del poder y en el desarrollo de la función pública. La plena libertad del periodista, sin perjuicio de su responsabilidad posterior cuando pueda lesionar la honra o el buen nombre de las personas, es un valor insustituible que los colombianos estamos obligados a preservar.
Todo este asunto no debe quedar en la penumbra; en esa penumbra en que se encuentran muchos de los graves hechos que, en su momento, han sido motivo de escándalo, sin que nada se haya esclarecido.