A propósito de las más recientes sentencias de la Corte Constitucional, en especial el fallo de tutela que amparó los derechos fundamentales de la comunidad indígena wayúu al territorio colectivo, la consulta previa y la autonomía jurisdiccional, dejando sin efectos cinco resoluciones del Incoder que adjudicaron irregularmente varios predios de su territorio, y la de constitucionalidad que recayó sobre la Ley del Plan de Desarrollo y declaró inexequible la explotación minera en los páramos colombianos, no han faltado los críticos que, en medios de comunicación y de manera irresponsable, han tildado a la Corte de abusiva, “por haber entrado -dicen ellos- en los terrenos propios del Congreso, y por legislar, afectando la economía y poniendo en riesgo la inversión extranjera en Colombia”.
No es la primera vez que lo hacen quienes ignoran el concepto mismo de Constitución, el papel que cumple el tribunal constitucional, los compromisos internacionales de Colombia y el carácter prevalente de los derechos fundamentales y del interés general, por encima del puramente particular, en especial el de contenido económico o de ganancia.
Cuando en 1999, siendo magistrado de la Corte Constitucional quien esto escribe, declaramos inexequible el sistema UPAC, o condicionamos la exequibilidad de la UVR; o la capiitalización de intereses (anatocismo) y la inclusión del factor DTF en las obligaciones derivadas de los créditos de largo plazo para vivienda, llovieron sobre los integrantes de la Corporación rayos y centellas. Nos dijeron que estábamos legislando; que nos asemejábamos a gatos encerrados en una cristalería; que atentábamos contra la seguridad jurídica (de los bancos); que no sabíamos nada de economía; que lesionábamos la autonomía del Gobierno y del Congreso, y que, por favorecer a los pobres, arriesgábamos la estabilidad de todo el conjunto de la población. Alcanzaron a proponer que la Corte Constitucional no estuviera integrada por abogados sino por economistas y calculistas que midieran “el impacto” de los fallos.
Cuando, en fallos de tutela, ordenamos por primera vez que el Estado protegiera a los desplazados; que hubiera plena cobertura en materia de salud, que el salario mínimo permitiera a los trabajadores conserva de un año a otro el poder adquisitivo de la moneda; que se repitieran procesos judiciales racaídos sobre el homónimo equivocado; que se estableciera un sistema razonable de protección de la salud apara los reclusos, o que las muchachas del servicio doméstico tuvieran derecho al descanso, no fueron pocos los gritos en e cielo, la rasgadura de costosas vestiduras. Y antes, los enemigos de la Corte, mediante “narcomico”, quisieron beneficiar a los traficantes de drogas; y, por causa de fallos de inexequibilidad de la Conmoción Interior o la Emergencia Económica, un sector de congresistas propuso la supresión de ese alto tribunal, y volver al control en cabeza de la Corte Suprema de Justicia.
Pero la realidad de tendencias contrarias al sistema democrático, nos acostumbró a esas reacciones, que ahora resucitan, ante sentencias tan trascendentales como las que la Corte Constitucional ha proferido en los últimos días.
Por el contrario, los sectores democráticos del país felicitan a los magistrados, quienes, así como han merecido críticas en otras ocasiones, ahora deben recibir el beneplácito de la comunidad, siempre representada en su Constitución. Por ejemplo, el fallo contra la minería en los páramos es histórico.