Una vez más, durante su visita a México, el Papa Francisco ha demostrado su formidable liderazgo, en cuya virtud no solo literalmente arrastra tras de sí a las multitudes, sino que, por la vía del lenguaje, y principalmente de los gestos, envía constantemente mensajes. No solamente es un pastor sino también un pedagogo. Un maestro, que no pierde oportunidad para enseñar algo. Para exaltar las virtudes. Para corregir los vicios. Para formular observaciones y advertencias.
El Papa no suele extenderse en discursos puramente formales y vacíos; ni en oratoria fogosa o encendida, engalanada por consignas incomprensibles, por figuras literarias o por frases altisonantes, como suele ocurrir con los políticos y aún con los líderes religiosos. No se desgasta en lo inútil, ni se detiene en la aparente belleza de las expresiones. Sus intervenciones públicas, ya sean protocolarias o espontáneas, están invariablemente cargadas de contenidos; de mensajes; de doctrina. Palabras de consuelo, de comprensión y de esperanza para los que sufren, y de drástica ý franca condena para todo aquello que debe ser rechazado.
Con gran valor, en un país azotado por la violencia de la mafia, no ha vacilado en señalar varias veces a los traficantes de la muerte. Y no ha dudado en subrayar el daño que causa la corrupción, a sabiendas de que entre los funcionarios y dirigentes que lo escuchan hay muchos cuestionados por ese motivo. Con todo eso ha sido duro y contundente en sus discursos, y ha sostenido que las tentaciones de la riqueza, de la vanidad, del delito, de la explotación de los trabajadores...son muy peligrosas para la sociedad porque generan violencia y destrucción. El Papa no se calla. habla siempre con sinceridad y claridad.
Con los pobres y los débiles, su principal compromiso cuando fue elegido pontífice, y con los niños y jóvenes, Francisco sigue comprometido. Siempre habla con ellos y los busca, para hacerles entender que los acompaña.