Los mil y un escándalos de los últimos años en Colombia, que en algunos pocos casos han culminado con la renuncia de importantes funcionarios –por ejemplo, el Defensor del Pueblo, el Viceministro del Interior o el Director General de la Policía-, así como numerosos casos de falsos positivos, chuzadas, contratos estatales y carteles de la contratación, defraudación del Estado, o los eventos de corrupción, de prevaricato, de violencia, de mala administración, nos están demostrando algo que no podemos eludir y que el Estado debería reconocer: los servidores públicos colombianos, desde las más altas dignidades -y por supuesto sus subalternos-, así como los órganos de control –Procuraduría, Fiscalía, Contraloría, personerías- no ejercen sus funciones a cabalidad. Van detrás, rezagados, a la zaga de lo investigado y divulgado por los medios de comunicación, y según los efectos que las noticias generan en los demás medios y en las redes sociales -porque todo lo espectacular se replica, y ese es el éxito de las notas e informaciones periodísticas-, en lugar de dedicarse con juicio, prudencia y respeto a la presunción de inocencia y al debido proceso, y con los instrumentos jurídicos y técnicos de los cuales disponen, a ejercer las funciones que les han sido asignadas.
De tal manera que, si los noticieros radiales y de televisión no abren sus emisiones con una noticia bien espectacular, y si los periódicos no presentan la información sobre el escándalo de turno en primera página, el Estado no se mueve, ni se conmueve. Sencillamente, no le importa.
¿Qué interesa a los altos funcionarios? La figuración y el protagonismo, desde luego después del trabajo de la prensa y de los periodistas. Tras el escándalo en medios y redes. Interesa aparecer bien estricto y determinante en las fotografías y notas periodísticas, diciendo que se lucha contra la corrupción; que se persigue el delito; que no se permite la impunidad. Que se inician investigaciones, y que se llevarán “hasta sus últimas consecuencias”.
En ese sentido, consideramos que el papel de un Daniel Coronell o de una Vicky Dávila se convierte en esencial para que la impunidad, la corrupción y las malas prácticas no prosperen, y para que haya algo de justicia. Gracias a ellos, conocemos muchas cosas que de otra manera permanecerían ocultas. Y el ciudadano tiene un derecho fundamental –plasmado en el artículo 20 de la Constitución- a una información veraz e imparcial. ¿Qué tanto lo es en Colombia? Habría que ver cada caso y sopesarlo, según los hechos y a la luz de la Constitución, la ley y la jurisprudencia.
Pero lo que queremos subrayar es la modorra de nuestros organismos oficiales, su parsimonia, su negligencia en el impulso de indagaciones e investigaciones, su morosidad, su llegada tardía, que sólo les permiten sacar adelante con prontitud lo que es materia del debate generado por los medios. Y son esos órganos estatales los que tienen la función y los que deberían ejercer el liderazgo. Un liderazgo que, en buena hora, han asumido los medios y los periodistas.
N. de la D.
Las opiniones de nuestros columnistas y colaboradores, en ejercicio de su libertad de expresión, no comprometen los criterios editoriales de esta página.