Para que las instituciones se enmarquen dentro del concepto del Estado Social y Democrático de Derecho -se supone que Colombia lo es- resulta indispensable que, en el ejercicio de las funciones públicas -cada rama y órgano del poder público en su campo respectivo- sean observados, respetados y aplicados los principios constitucionales, sin esguinces ni tretas. De lo contrario, todo el orden jurídico se desmorona por su base, en cuanto la Constitución pasa a convertirse en formulación teórica, formal, lejana de la realidad.
Hemos observado -y lo decimos con el mayor respeto, como una forma de contribuir desde la Academia al debate público, en beneficio de todos- que, en las últimas actuaciones de varios órganos, se ha perdido de vista o se ha incumplido la Constitución. Se la ha dejado como conjunto inane de postulados y disposiciones que, de labios hacia fuera, se proclama y se dice realizar, aunque en realidad es contrariado y burlado, usando el ropaje sofístico de argumentos ingeniosos pero inválidos.
Así por ejemplo, se confundió el valor constitucional de la paz con un voluminoso documento que, pese a muchas de sus cláusulas contrarias a la Constitución, se tuvo como perfecto, señalando a sus críticos como enemigos de la paz.
El Congreso, a ciencia y paciencia del máximo órgano judicial encargado de la defensa de los valores constitucionales, modificó la Constitución en materia de poder de reforma y de legislación (Acto Legislativo 1 de 2016), emasculando su propia función, sustituyendo y haciendo insignificantes los requisitos que él mismo -como poder constituido- estaba obligado a cumplir en el ejercicio de aquéllas competencias, y trasladando, además, al Presidente de la República una facultades legislativas imprecisas y abiertas, contra reiterada jurisprudencia constitucional.
La Corte Constitucional, por su parte, en un fallo (Sentencia C-699 de 2016) que debe ser acatado y respetado, sin perjuicio de la crítica razonada -que ejercemos desde este medio-, contradijo su propia doctrina sobre los límites competenciales del poder de reforma, flexibilizó al máximo lo que en la Constitución era rígido y también flexibilizó los criterios de control constitucional aplicados por años. Y, como si fuera poco, permitió que el Congreso, sin facultad expresa en la Constitución, hiciera las veces del pueblo en el ejercicio de un mecanismo de refrendación popular que el mencionado Acto Legislativo exigió para que comenzara a regir.
Lo decimos con entera convicción: es incomprensible que la Corte Constitucional haya declarado exequibles -esto es, ejecutables- los dos primeros artículos del Acto Legislativo, con el denominado "Fast track" (procedimiento breve) y las facultades extraordinarias conferidas al Presidente de la República, cuando según el artículo 5 del mismo su entrada en vigencia no podía tener lugar sino previa la refrendación popular del Acuerdo Final. La sentencia obliga y debe ser acatada por todos, en especial por el Congreso y el Gobierno, enseñada y discutida en las Facultades de Derecho, pero desde el punto de vista de la función docente y en la libertad de cátedra, creemos que a los profesores de Derecho Constitucional nos va a quedar muy difícil hacer que nuestros estudiantes lo entiendan o asimilen. Hay muchas contradicciones y vacíos en el fallo, inclusive si se lo confronta con el muy reciente de la misma Corte sobre el Plebiscito (Sentencia C-379 de 2016).
Otra decisión altamente discutible, sin perjuicio del respeto que merecen las providencias de la cabeza de la Jurisdicción Contencioso Administrativa: aunque el Acuerdo Final con las Farc, firmado en Cartagena el 26 de septiembre y rechazado por el pueblo en el plebiscito del 2 de octubre, fue reemplazado por un segundo Acuerdo -firmado en Bogotá el 24 de noviembre y supuestamente “refrendado” por el Congreso-, y cuyo desarrollo e implementación ya habían comenzado, a mediados de diciembre, una H. Magistrada del Consejo de Estado -a quien, dicho sea de paso, apreciamos mucho- admitió demanda contra los resultados de dicho plebiscito, sin tener competencia –porque ella corresponde exclusivamente a la Corte Constitucional (Art. 241-3 C. Pol.)- y prejuzgó, anunciando prácticamente la nulidad y el contenido de la sentencia -aún no dictada por la Sala-, dando por hecho que todos los ciudadanos que optaron por el NO votaron engañados por los dichos de los promotores. Se abstuvo de aludir al caso de los votantes por el SÍ, a cuyo respecto se presentaron similares conductas de los promotores.
Acerca de esta decisión, cabe preguntar si, aun suponiendo la competencia del Consejo de Estado, esa corporación podría anular -con tan discutibles argumentos- los resultados del plebiscito y decir SÍ allí donde el pueblo dijo NO. Y si, en caso de ser declarada la nulidad del plebiscito, habría que convocar otro plebiscito para votar por o contra un Acuerdo que ya no está vigente porque ha sido reemplazado por otro. Y si, en ese evento, carecería de validez todo lo hecho sobre la base del triunfo del NO el 2 de octubre. Es evidente que nada de esto convendría al proceso de paz, que confundiría más al pueblo y que, por sustracción de materia, el fallo tendría que ser inhibitorio.
En otro campo, el Congreso, por iniciativa del Ejecutivo -que incluso acudió a la convocatoria de sesiones extraordinarias -, aprobó sin mayor estudio una reforma de impuestos completamente regresiva y arbitraria, que desconoció fundamentales principios plasmados en nuestra Constitución, golpeando a la clase media y a los trabajadores con un brusco incremento del IVA –inclusive para productos de primera necesidad-, del 16%, que ya es muy alto, al 19%. Y simultáneamente, se aprueba un ínfimo reajuste salarial para 2017, que desde ahora se ve como una burla, a raíz de la inflación, de la reforma tributaria y de la cascada de alzas que sobrevendrán en enero, entre ellas la de la gasolina, el transporte público, los parqueaderos y el impuesto predial, entre muchos más productos y servicios.
La Carta Política, en cambio, señala en su preámbulo que el ordenamiento jurídico debe realizar un orden justo; el artículo 1 declara que Colombia es un Estado Social de Derecho y consagra, como fundamentos del sistema, el respeto a la dignidad de la persona humana, el trabajo, la solidaridad y la prevalencia del interés general; el 2 establece que las autoridades tendrán entre sus funciones básicas la de asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares; el 5 exige la protección de la familia y de los derechos inalienables de las personas; el 13 impone al Estado promover las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva; el 25 expresa que el trabajo goza, en todas sus modalidades, de la especial protección del Estado, y subraya que se prestará en condiciones dignas y justas; el 53 estipula, como principio mínimo fundamental en materia laboral, la remuneración mínima, vital y móvil.
La Constitución (Art. 338) confía a las corporaciones de elección popular –Congreso, asambleas departamentales y concejos municipales y distritales- la función de fijar directamente los sujetos activos y pasivos, los hechos y las bases gravables y las tarifas de los impuestos. Lo hace, excluyendo al Gobierno, por considerar que los integrantes de esas corporaciones son los auténticos responsables del pueblo y que actuarán, como lo dice el artículo 133, “ consultando la justicia y el bien común” , y agrega que el elegido es responsable políticamente ante la sociedad y frente a sus electores del cumplimiento de las obligaciones propias de su investidura, una de ellas, naturalmente, la de velar por los intereses de los ciudadanos, sirviendo de contrapeso a la voracidad tributaria del Ejecutivo y velando por los derechos de los trabajadores. Exactamente lo contrario de lo que ocurre, cuando los miembros del Congreso se entregan, a cambio de prebendas (hoy conocidas como “mermelada”) a la voluntad y los mandatos del Gobierno.
Debemos recordar, además el perentorio texto del artículo 363 de la Constitución, a cuyo tenor, “el sistema tributario se funda en los principios de equidad, eficiencia y progresividad”. Eso dice la Constitución, como también establece en el artículo 334 que el Estado, de manera especial, intervendrá, para asegurar que todas las personas, en particular las de menores ingresos, tengan acceso efectivo al conjunto de los bienes y servicios básicos. Otra cosa distinta dicen el Congreso y el Gobierno, cuando aprueban una reforma tributaria inequitativa, regresiva, desproporcionada, que impide al ciudadano del común, en especial al de menores ingresos –cuyo reajuste salarial es irrisorio-, acceder efectivamente a los bienes y servicios básicos.
Todo esto ha pasado y sigue pasando en Colombia, a punto de comenzar el nuevo año, porque no se han respetado los principios. Y porque, para quienes ejercen el poder, la vigencia de la Constitución es lo de menos.