Aunque todavía sin aplicación efectiva de sanciones -por la necesidad de ejercer una labor pedagógica sobre sus reglas-, ha comenzado la vigencia de la Ley 1801 de 2016 (Código Nacional de Policía y Convivencia), que, según su artículo primero, busca “propiciar el cumplimiento de los deberes y obligaciones de las personas naturales y jurídicas, así como determinar el ejercicio del poder, la función y la actividad de Policía, de conformidad con la Constitución Política y el ordenamiento jurídico vigente”.
Se trata de un estatuto que, si bien contempla -con buena intención- objetivos saludables para cualquier comunidad –como, por ejemplo, el de propiciar en la comunidad comportamientos que favorezcan la convivencia en el espacio público, áreas comunes, lugares abiertos al público o que siendo privados trasciendan a lo público; el de promover el respeto, el ejercicio responsable de la libertad, la dignidad, los deberes y los derechos correlativos de la personalidad humana; o como el de promover el uso de mecanismos alternativos, o comunitarios, para la conciliación y solución pacífica de desacuerdos entre particulares-, establece también -y con criterio desproporcionado- varias disposiciones que lesionan, restringen y hasta anulan las libertades públicas y los derechos, entre ellos varios de carácter fundamental.
El Código contiene primordialmente un voluminoso complejo de sanciones para todo tipo de conductas –descritas, además, de modo abierto e indefinido-, lo que otorgará un enorme poder a los policías, no solamente por su facultad para ingresar en los domicilios y hasta en la vida íntima de las personas, sino por la excesiva amplitud en la interpretación y aplicación de las normas, así como en la apreciación de los hechos. Sin duda eso dará lugar al abuso de la autoridad y a la extensión de las prácticas corruptas.
Adicionalmente, es un sistema normativo demasiado profuso y extenso que no será fácilmente digerido por el ciudadano del común a quien va dirigido. Eso implicará que mucha gente caiga, inclusive de manera inconsciente, en uno o varios de los muchos comportamientos prohibidos, a la vez que los agentes policiales estarán prestos a sancionar y a desplegar el gran poder que se les confiere. No pocos de ellos –como lo vimos recientemente en un caso destacado por los medios-, se sentirán autorizados para maltratar y atropellar al ciudadano, so pretexto de imponer el orden y de garantizar la convivencia. A las malas, por supuesto.
Después de haber dado lectura al Código, puedo afirmar que se trata de un documento draconiano, inquisidor y amenazante, que, en vez de aclimatar la pacífica convivencia y la tolerancia, causará zozobra y temor entre los ciudadanos, y eso no es lo más aconsejable para ninguna sociedad.
Como lo dijimos desde cuando se trataba apenas de un proyecto, el legislador ha debido pensarlo mejor, antes de entrar a consagrar reglas que, en muchos casos, implican retroceder a un criterio, hace tiempo superado por el Derecho, según el cual el respeto y la observancia de la ley se imponen mediante el miedo y el autoritarismo.