Improvisando otra vez en materia constitucional, el Gobierno habla de una nueva reforma política, la cual será introducida por la vía abierta del “Fast track”, procedimiento que, de excepcional, está pasando a regla general para modificar, sin límite material, la Carta Política. Por paradoja, sostuvo la Corte Constitucional (Sentencia C-699/16) que el “Fast track” no implicaba una sustitución de la Constitución.
El Ministro del Interior manifiesta: “Todos estamos de acuerdo en que lo que tenemos hoy no le sirve al país para implementar la paz. Tenemos que mejorar la política, y para eso queremos reformas”.
En primer lugar, no todos estamos de acuerdo. Al menos quien esto escribe no considera que se deba seguir desmontando la Constitución de 1991, ni admite que –tras cuarenta y tres reformas, introducidas en veinticinco años- se sigan aprobando a la carrera -sin sentimiento constitucional, y sin ser necesarias-, enmiendas a las instituciones fundamentales, en un interminable ir y venir de normas de cortísima vigencia.
En segundo lugar, dudo que las modificaciones propuestas -supresión de la vicepresidencia de la República, período de cinco años para el Presidente y otros funcionarios, voto obligatorio, eliminación de la circunscripción nacional- sean indispensables o urgentes para contribuir efectivamente a la paz. Y lo que anuncia el Ministro sobre “creación de la iniciativa ciudadana para proponer leyes”, es algo que está plasmado en el artículo 155 de la Constitución desde 1991.
En 2003 y en 2009 fueron aprobadas –también improvisando- otras dos reformas políticas, cuyas reglas fueron presentadas como excelentes en su momento, aunque no han sido afortunadas. La improvisación no deja sino frustraciones.
Recordemos también lo acontecido con la reelección presidencial, aprobada con alborozo en 2004 (Acto Legislativo 2) y derogada con entusiasmo en 2015 (Acto Legislativo 2), por iniciativa del Presidente recién reelegido. Se quería que nadie permaneciera mucho tiempo en el poder, pero ahora se busca ampliar el período a cinco años, experimento que no aportará nada para la paz y que, como se sabe, ha fracasado en otros países.
En cuanto a suprimir la figura del Vicepresidente -otra improvisación-, para regresar a la del Designado, cabe decir que, en términos democráticos, es un retroceso: mientras el primero es elegido por el pueblo, el segundo lo sería por el Congreso. Si se quiere evitar que algunos pasen desapercibidos por no haber hecho nada -como Bell- y que otros -como se dice de Vargas Lleras- tengan demasiado poder, basta señalarles unas funciones que justifiquen el empleo a la vez que lo delimiten y sometan a control.
Buen punto el del voto preferente, que puede ser eliminado sin mayores traumatismos, pues ha sido un instrumento distorsionante de la voluntad popular. Supuestamente, permitiría que salieran adelante las candidaturas, no impuestas por los partidos sino seleccionadas por los votantes (voto opinión), pero los tarjetones fueron diseñados de tal manera que, con logos y números, no se ha hecho otra cosa que confundir al electorado. Éste no puede identificar a los candidatos de sus preferencias, ni por nombre, ni por fotografía. Y, además, los integrantes de cada lista rivalizan entre ellos, con criterio personalista y con campañas en que lo de menos son las ideas y las propuestas.
Lo del voto obligatorio merece consideración especial. Como derecho lo vio Rousseau, uno de los inspiradores de nuestro modelo democrático.
La reforma que proponen no es, en todo caso, una gran reforma, sino algo coyuntural que más pareciera una cortina de humo.