Los acuerdos "finales" de paz del 26 de septiembre y del 24 de noviembre del año pasado; el desacato a la decisión adoptada por el pueblo en el plebiscito del 2 de octubre; la mentirosa figura de la refrendación "popular" que -extrañamente, y a ciencia y paciencia del órgano defensor de la Carta Política- no votó el pueblo sino el Congreso; la infortunada reforma introducida por Acto Legislativo 1 de 2016; los deplorables y contradictorios fallos de la Corte Constitucional; las confusas reglas aprobadas mediante el llamado "Fast track"; las medidas puestas en vigencia por el Presidente de la República mediante decretos con fuerza de ley, en uso de imprecisas e ilimitadas facultades extraordinarias; los incumplimientos de las obligaciones pactadas, que se reprochan mutuamente el Gobierno y las Farc...Todo eso ha significado un lamentable desbarajuste del sistema jurídico, y ha conducido a Colombia a una peligrosa crisis institucional, que -mucho nos tememos- va a ser cada vez más grave y se va a prolongar en el tiempo.
Lo único cierto en el momento que vive la República es que nadie sabe cuál es la Constitución vigente -dónde comienza, ni dónde termina- porque la de 1991 ha sido adicionada por el texto del Acuerdo Final -310 farragosas páginas-, incorporado mediante "pupitrazo" al bloque de constitucionalidad y convertido en norma de máximo nivel y en referente obligado en todas aquellas materias sobre las que trata el mencionado instrumento, con el pretexto de "blindarlo".
La estructura del Estado, completamente desordenada y en caos; el esquema de frenos y contrapesos, inexistente; los mandatos constitucionales relativos a la manera como se aprueban los actos legislativos reformatorios de la Carta Política, totalmente inaplicados; un Jefe de Estado y de Gobierno improvidente e impopular, para quien la observancia de la Constitución es similar a un juego de póker; un Congreso dependiente del Ejecutivo, cuyos integrantes solamente votan aquello que "les pagan" desde el Gobierno por la vía de la denominada "mermelada"; unos legisladores carentes de iniciativa legislativa y de facultades para modificar los textos de cuya aprobación se trata; una Corte Constitucional que no ejerce su función de guardiana de la integridad y supremacía del Estatuto Fundamental; el control de constitucionalidad, en manos de una corporación prácticamente desintegrada, con la mayoría de sus miembros en interinidad porque los llamados a elaborar las ternas de candidatos a la magistratura no las elaboran, en el curso de un proceso politizado al máximo; escándalo de inmensas proporciones por cuenta de los sobornos y pagos de Odebrecht. Todo un estado de cosas revuelto e incomprensible. Un paréntesis abierto, por doce o quince años, en cuanto a la vigencia de la Constitución y de las leyes. En fin, lo que vivimos es una crisis institucional de la que difícilmente vamos a salir, y quizá solamente nos podrá sacar una Asamblea Constituyente, o un referendo.