Definitivamente, no solo se está aplicando el llamado “Fast track” para reformar la Constitución y hasta para sustituirla, sino que el Congreso ya no es libre. Carece de iniciativa en materias que, por su misma naturaleza -como la Justicia- son de su resorte, y no puede modificar las iniciativas a su conocimiento.
El “debate” de este 13 de marzo en el Senado, sobre JEP, fue deplorable. Porque no hubo discusión; porque faltó el intercambio de ideas y criterios -que es algo esencial en todo cuerpo colegiado, más todavía cuando se trata de modificar el Estatuto Fundamental del Estado y la base del orden jurídico-. Porque se declaró arbitrariamente la “suficiente ilustración” cuando era evidente que no la había. Claro está: si algo ha brillado por su ausencia en la recta final del proceso de paz, antes y después de los acuerdos, incluido el caso del plebiscito del 2 de octubre, ha sido la ilustración. Todo ha ocurrido de espaldas a la opinión pública y a los sufragantes, y ahora vemos a los congresistas votando como autómatas, sin entender lo que votan, ejerciendo su función bajo la batuta del Gobierno, sin poderse apartar de sus mandatos. Un Gobierno que, a su vez, está sometido a los acuerdos, como si en La Habana hubiese sesionado una Constituyente, o como si el pueblo hubiese aprobado tales acuerdos -que los negó el 2 de octubre de 2016-.
En materia de Justicia Especial de Paz, el más importante de todos los temas provenientes de los acuerdos, y en donde era natural que afloraran las inquietudes, las preguntas y las dudas, así como las respuestas y las soluciones, resulta que no hubo verdadero debate, porque no hubo discusión. No fueron escuchados los argumentos de quienes formularon proposiciones, ni siquiera aquellas que contaban con el aval del Gobierno -todo un engendro introducido, a ciencia y paciencia de la Corte Constitucional, pues sencillamente implica que el Ejecutivo desplaza y sustituye al legislador, aun en su papel de reformador de la Constitución-.
Eso es muy grave en una democracia. Que unos proyectos de ley y de reforma constitucional sean llevados al Congreso, pero el Congreso no pueda hacer nada. No pueda reformarlos sin permiso del Gobierno, y deba votarlos en bloque. Y, a la vez, que el Gobierno diga, como lo dijo textualmente el Ministro del Interior Juan Fernando Cristo, que “no puede avalar proposiciones que se oponen a los acuerdos” (los pactados en La Habana), es algo que refleja un poder público rehén y hasta esclavo.
Surgen allí muchas preguntas, desde la perspectiva constitucional: ¿Entonces, para qué el Congreso? ¿Es apenas, como lo hemos advertido aquí varias veces, un convidado de piedra? ¿Un monigote, que apenas va a dar la apariencia de legitimidad de lo actuado? ¿Quiere dar la impresión engañosa en el sentido de que todo ha pasado por su previa deliberación y análisis? ¿Qué validez puede tener un acto reformatorio de la Constitución cuando ni siquiera se ha dado lugar a debatir puntos tan importantes como la propuesta de aplicar la meritocracia en la selección de los magistrados, o el de la impunidad para el narcotráfico, claramente planteado por el Fiscal General de la Nación? ¿La Corte Constitucional se entregará definitivamente y claudicará en el ejercicio de su función esencial?
Con toda razón, por cuanto el pueblo no es tan torpe como están creyendo, Congreso, Gobierno y Corte Constitucional presentan los más altos niveles de impopularidad y desaprobación.