En el siglo XX los golpes de Estado los propinaban los militares, quienes instauraron dictaduras odiosas en varios países de América Latina. Se acaba de inaugurar en 2017 una nueva modalidad de golpe de Estado: ahora lo provoca el Ejecutivo y lo ejecuta, contra la rama legislativa elegida por el pueblo, un órgano judicial.
El Tribunal Supremo venezolano acaba de resolver el cierre de la Asamblea Nacional, el equivalente a nuestro Congreso, y ha asumido sus funciones.
La situación económica, social y política del vecino país ha llegado a niveles de insostenibilidad e ingobernabilidad.
Nicolás Maduro fue elegido, es cierto, pero ha perdido legitimidad. A medida que gobierna, todos los días disminuye su credibilidad y su capacidad para resolver los gravísimos problemas que generan el desabastecimiento, el hambre, el desempleo, los altos precios de los productos de primera necesidad, la devaluación y la inflación desbordada. Ahora esa pérdida de legitimidad pasa a convertirse en dictadura, con el legislativo cerrado y sustituido por un tribunal que, de hecho, depende del Gobierno.
La delicada situación de Venezuela puede repercutir de manera grave y negativa en Colombia.
Nuestro Gobierno ha debido y debe rechazar de manera contundente y con entereza -con mucha mayor claridad que la temblorosa y dubitativa voz de la señora Canciller- el golpe judicial venezolano en contra de la democracia. En el país vecino ha periclitado el Estado Social de Derecho. Colombia no puede estar de acuerdo.
Para un pueblo de tradición y convicción democrática como el colombiano es inaceptable el ejercicio de un poder de facto. Por ello, resulta aplicable la conocida frase: "Cuando las bardas de tu vecino veas arder, pon las tuyas en remojo". En Venezuela los jueces propinaron el golpe de Estado; en Colombia, el Congreso, mediante el "Fast track" se auto marginó de la función de control político, legislativo y constitucional, y con toda mansedumbre se entregó a la voluntad del Gobierno.