A propósito del proceso de paz, que -aunque sin entrega de armas, sin liberación de secuestrados ni de menores reclutados, y sin reparación a las víctimas- se supone que culminó felizmente con el Acuerdo Final firmado entre el Gobierno Santos y las Farc-EP, no han sido pocas las confusiones planteadas, que además han hecho carrera, para mal de nuestra vida institucional.
Quien esto escribe, como lo acreditan numerosos escritos, ha sido y sigue siendo firme partidario de hacer la paz por la vía del diálogo, con el objeto de poner fin a más de medio siglo de destrucción y violencia. No obstante, por razones jurídicas, ha manifestado respetuosa discrepancia -que no riñe con la mencionada disposición- respecto a algunos de los pasos que siguieron a la firma del primer Acuerdo Final (Cartagena, 25 de septiembre de 2016), y con mayor razón a partir de lo actuado en el plano de la producción de normas jurídicas con posterioridad a ese primer documento y al segundo (Bogotá, 20 de noviembre de 2016).
Una primera distinción: no es lo mismo la paz, como valor constitucional inapreciable y largamente anhelado por los colombianos, que el documento en referencia, que se ha querido elevar no solamente a tratado internacional -sin serlo- sino a norma superior a la Constitución.
Como todos lo hemos percibido, desde los días de las campañas a favor y en contra del plebiscito votado el 2 de octubre del año pasado, se ha generado en el país una gran polarización, debida en especial a la forzada y artificial identidad que el Gobierno y sus asesores crearon entre el texto firmado y el objetivo nacional de la paz. Se hizo uso de gran virulencia contra los críticos del texto, y con ello se causó mucho daño y se produjeron rupturas en el interior de las comunidades y hasta en el seno de las familias. Hoy –por paradoja, a propósito de la paz- parecen irreconciliables las posiciones en uno y otro sentido, a veces afirmadas con intolerancia y hasta con fanatismo.
Se convocó a un plebiscito innecesario que versó sobre el Acuerdo, no sobre la paz; se polarizó el país; triunfó el NO, y el Gobierno desconoció los resultados de las urnas. El Acuerdo se volvió a firmar y, en vez de someterlo a la refrendación popular (es decir, del pueblo), como lo exigía el artículo 5 del Acto Legislativo 1 de 2016, el Ejecutivo lo llevó al Congreso, y a su acto de control político se le dio -abusivamente- el alcance de una refrendación popular. El Congreso, entonces, sustituyó al pueblo, cuando el artículo 3 de la Carta Política señala que sus representantes solamente pueden actuar en los términos que ella establece.
Se aprobó el “Fast track”, también inconstitucionalmente, porque el órgano constituido habilitado para reformar la Constitución (el Congreso) previo cumplimiento de ciertos requisitos y trámites, se los modificó él a sí mismo. Pero, además, el Congreso renunció a sus facultades en cuanto a la aprobación de leyes y reformas constitucionales en cuanto a la implementación del Acuerdo Final, lo que ha sido corregido en parte por reciente fallo de la Corte Constitucional.
En efecto, esa corporación declaró inexequibles dos numerales del Acto Legislativo 1 de 2016 que, contra la naturaleza misma de los parlamentos, obligaban a que el Congreso tramitara modificaciones a los proyectos sólo con permiso del Gobierno, y a votar en bloque todo proyecto, con independencia del número y materia de los artículos.
Ha anunciado un grupo de congresistas la brillante idea de imponer por mayoría la votación en bloque y el aval del Ejecutivo antes de cualquier debate, con el objeto de burlar la sentencia de la Corte y los derechos de las minorías.
Según el artículo 243 de la Constitución, los fallos de la Corte Constitucional hacen tránsito a cosa juzgada constitucional y ninguna autoridad podrá reproducir los actos o normas que la Corte haya declarado inexequibles por razones de fondo mientras permanezcan vigentes las disposiciones constitucionales con las cuales se hizo la confrontación. Por eso, lo que se proponen hacer es, además de fraude a resolución judicial, un procedimiento que puede llevar a que cuanto así se apruebe sea declarado inexequible por la Corte.
A mi juicio, tampoco se podía confundir –como lo hicieron- la refrendación popular con el visto bueno político del Congreso al segundo Acuerdo de Paz. Ni tampoco se debe confundir el denominado Fast track –vía legislativa rápida- con el logro de la paz.
Definitivamente, con miras a la paz no era necesario vulnerar la Constitución de 1991, ni extender el alcance de los acuerdos más allá del ámbito propio de una negociación entre el Estado y un grupo subversivo que quería entregar las armas, cesar en la actividad delictiva e incorporarse a la civilidad, a cambio de amnistía o indulto respecto a delitos políticos y los conexos con ellos.
No era indispensable, para lograr la paz, un acuerdo extenso e incomprensible para el ciudadano del común, relativo a asuntos que no guardaban relación con el conflicto, ni con su terminación. Pero se insistió en que ese documento era la paz; en que fuera de él no había salvación. Y ahora está pasando lo mismo con el Fast track. Con una característica. Se aplica el Fast track -confundiéndolo con el cumplimiento de los acuerdos- pero no se exige a las Farc el cumplimiento de sus propios compromisos, y ya están hablando de nuevos plazos para entregar las armas, aunque sin referirse a la liberación de secuestrados, a la reparación de las víctimas ni de los menores reclutados.