Lo acontecido la semana pasado en el Senado, que eligió bajo presión y amenaza a una nueva magistrada de la Corte Constitucional, la doctora Diana Fajardo, demuestra -no por la elegida, de cuyos méritos no dudamos- sino por el comportamiento de algunos de sus electores y del Gobierno, que las frecuentes manifestaciones públicas hechas por dignatarios y funcionarios sobre apego a la legalidad y a los principios democráticos no siempre son sinceras. Por el contrario, la baja política suele proclamar a voz en cuello su respeto a las instituciones, pero en realidad busca someter las normas -aun las de la Constitución- y las decisiones judiciales a sus coyunturales intereses.
Es decir, exactamente lo opuesto al deber ser de un esquema político que funda la acción estatal y los procesos de toma de decisiones en el sometimiento del poder a unas reglas jurídicas esenciales. Eso es lo propio del Estado de Derecho. En él, como corresponde a una democracia, el poder público no está concentrado; sus ramas son independientes; cada órgano cumple una función, sujeto a la normatividad que fija roles y establece competencias. En últimas, impera el Derecho sobre la arbitrariedad y el querer de quienes transitoriamente ejercen el poder estatal.
No en vano hemos optado por la democracia. Ello tiene sus consecuencias. Si decae o se pierde por completo el respeto a la Constitución -base de la pirámide jurídica, norma fundamental y muro de contención contra el abuso y la arbitrariedad- , y si por encima de ella prevalecen intereses de corto plazo y conveniencias de la pequeña política, la democracia fracasa.
En ese orden de ideas, los actos electorales no escapan a las directrices trazadas por la Constitución y las leyes. El hecho de que el Senado deba elegir, de ternas enviadas por otros organismos, a quienes hayan de desempeñar el cargo de Magistrado de la Corte Constitucional implica, por supuesto, una facultad pero también estamos ante una función, que en cuanto tal está sujeta a ciertas reglas. Una de ellas, como es lógico, la que garantiza la autonomía de voto de cada senador -quienes, al ejercer su derecho y cumplir su función, no deben ser manipulados por nadie-, y la que asegura que todos los ternados estarán en pie de igualdad.
Todo ello se quebró en el caso de la elección que comentamos, no solamente por la coacción de la que fueron objeto los congresistas, al ser señalados como culpables de una posible ruptura en materia de paz si votaban por un candidato diferente, sino por la evidente falta de respeto a los otros dos integrantes de la terna, y en especial por la indebida injerencia del Presidente de la República, quien al parecer presionó a los senadores en idéntico sentido.
La elección de un magistrado, en especial si lo es del tribunal encargado precisamente de salvaguardar el imperio de la Constitución, no puede tener lugar bajo coacción, ni como consecuencia de un mandato del Ejecutivo.
En este caso, no se respetaron los principios, y la elegida tiene el reto de demostrar que ejercerá su cargo de manera independiente.