Es una preocupación legítima, en cuanto, tras más de medio siglo de violencia y enfrentamiento armado, hay una gran fragilidad de los pactos y una justificada desconfianza de parte y parte, dadas las experiencias del pasado, y lo que quisieran los firmantes, como la mayoría de los colombianos, sería una mayor solidez y certeza en torno a que lo acordado será cumplido. De allí que, mediante el Acto Legislativo 02 de 2017, aprobado por el Congreso vía “Fast track”, se haya buscado “blindar” las estipulaciones logradas y las normas constitucionales y legales que las desarrollan, es decir, dotarlas de una protección constitucional especial, al menos durante doce años, que equivalen a los próximos tres períodos presidenciales.
Eso lo entendemos, si lo que se quiere es explicar el origen y el sentido de la mencionada reforma de la Constitución, que está sujeta a la revisión de la Corte Constitucional.
Pero un principio ético y jurídico fundamental –que también cobija al Ejecutivo y a los miembros del Congreso- enseña que el fin no justifica los medios. La aludida explicación no sirve para justificar, a la luz de la Constitución, ni según las competencias del Congreso, que los actuales titulares de las funciones legislativas y de reforma constitucional hayan invadido -por iniciativa del Gobierno- la órbita competencial de los futuros gobiernos y congresos para recortarles arbitrariamente sus facultades y para prohibirles que, si así lo quieren en el futuro -mediante la expedición de disposiciones de la misma jerarquía-, deroguen, adicionen o modifiquen las normas hasta ahora aprobadas y en vigencia, como implementación del Acuerdo de Paz. Ello es inherente a sus funciones, y en Derecho “las cosas se deshacen como se hacen”. El Acuerdo de Paz no lo pueden romper unilateralmente, pero otra cosa pasa con las normas que lo desarrollan.
Los gobernantes y legisladores de hoy no pueden comprometer, obligar, ni atar a los futuros gobernantes y legisladores. Quienes sean elegidos para los períodos legislativos y gubernamentales que vienen en los próximos doce años gozarán de la totalidad de sus atribuciones. No de unas atribuciones menores o de inferior rango respecto a los actuales titulares del poder público. No de unas atribuciones recortadas o minusválidas.
Y si esto se predica de los congresos y gobiernos que sucedan a los actuales, con mayor razón tendrán las facultades reformatorias y derogatorias del orden jurídico vigente quienes integren una asamblea nacional constituyente, si se llegare a convocar, y todavía con mayor razón el pueblo colombiano, si llegase a ser convocado a un plebiscito o a un referendo constitucional. ¿Cómo, y con qué competencia, podría un órgano constituido -que lo es el Congreso- podría limitar, restringir, amarrar o someter a sus propias normas el poder de una constituyente o el del Constituyente primario, titular esencial y exclusivo de la soberanía?
En ese orden, considero que el gobierno y el congreso cuyos mandatos expiran en 2018 deben cumplir lo acordado con las Farc y expedir, en el ámbito de sus competencias –dentro de la Constitución- las normas de implementación indispensables. Pero no les es dable atar a quienes los sucedan, porque ello es imposible. Y los nuevos pueden inclusive derogar el Acto Legislativo citado -un frágil cerrojo- y los demás que se expidan.