Hace veintiséis años -el 7 de julio de 1991- fue promulgada la Constitución Política de Colombia. Hoy, tras cuarenta y cuatro actos reformatorios y aunque se trata de una constitución escrita -cuyo texto y linderos son siempre definidos y terminantes-, nos encontramos con un esquema surrealista en el cual ya no es un conjunto ordenado y predeterminado de normas superiores -que todos sabíamos dónde empezaba y dónde terminaba, tanto en su normatividad permanente como en sus disposiciones transitorias, y en su espíritu, por lo cual la Corte Constitucional conocía con exactitud cuál era la Constitución que debía guardar y cuyo imperio debía preservar-, sino un texto abierto, indefinido y gaseoso, al cual puede haber ingresado el Acuerdo Final firmado con las Farc el 24 de noviembre de 2016 -310 páginas- , con carácter superior y prevalente. O puede que no, pues hay diversas interpretaciones acerca del alcance de los más recientes actos legislativos aprobados por el Congreso.
En efecto, el Acto Legislativo 01 de 2016, con el fin de facilitar y asegurar la implementación y el desarrollo normativo de dicho pacto, dispuso que, una vez firmado y en vigor, ingresaría “en estricto sentido” al bloque de constitucionalidad para ser tenido en cuenta “como parámetro de interpretación y referente de desarrollo y validez de las normas y las leyes de implementación”.
Después se aprobó, por el procedimiento abreviado, el Acto Legislativo 01 de 2017, que creó un Título de disposiciones transitorias de la Constitución, introduciendo la Justicia Especial de Paz, modificando la estructura de la Rama Judicial.
Más tarde, el Congreso aprobó, también por el procedimiento breve, el Acto Legislativo 02 de 2017, que, para “blindar” el Acuerdo -darle “estabilidad y seguridad jurídica”, según su encabezamiento-, dispuso que los contenidos de dicho documento “que correspondan a normas de derecho internacional humanitario o derechos fundamentales” serán obligatoriamente parámetros de interpretación y referente de desarrollo y validez de las normas y las leyes de implementación y desarrollo del Acuerdo Final”, aunque se advirtió que ello tendría lugar “con sujeción a las disposiciones constitucionales”.
Allí se ordenó a todos los órganos y autoridades del Estado “guardar coherencia e integralidad con lo acordado, preservando los contenidos, los compromisos, el espíritu y los principios del Acuerdo Final”, y se añadió que tal reforma constitucional “rige a partir de su promulgación hasta la finalización de los tres periodos presidenciales completos posteriores a la firma del Acuerdo Final”.
En ese orden de ideas, se convirtió en discutible lo que menos debe prestarse a discusión en un Estado de Derecho: ¿cuál es el contenido definitivo de la Constitución?
Constitucionalistas y politólogos, académicos, Congreso, Gobierno y Farc, profesores y estudiantes de Derecho, todos estamos hablando lenguajes diferentes. La Constitución ya no es fija. Parece estar en construcción, a sus veintiséis años. Y lo peor: tampoco concordamos en establecer si la Constitución prevalece sobre el Acuerdo Final –lo que piensa quien esto escribe-, o el Acuerdo Final sobre la Constitución -como dicen otros-.
Tiene la palabra la Corte Constitucional, que decidirá si su función consiste en guardar la Constitución o en declarar exequibles, porque sí, todas las normas de implementación del Acuerdo Final.