Eso implica confianza, elemento necesario para que las relaciones jurídicas y los fenómenos propios de la convivencia entre seres humanos, así como los acontecimientos de la vida social, política, económica y cultural se desenvuelvan en condiciones mínimas de normalidad, y con ajuste a unas reglas establecidas por la autoridad competente.
Sin Justicia no puede haber orden, ni paz, ni seguridad, ni estabilidad, ni es posible la realización de los fines del Estado. De ahí que la Constitución haya confiado a los jueces y magistrados la autoridad suficiente con miras a la defensa y protección de los derechos y el poder imprescindible para resolver con fuerza de verdad jurídica y efectos vinculantes los conflictos y para imponer, dentro de las reglas señaladas por el legislador y previo el debido proceso, las sanciones que merecen los transgresores de la ley.
Por ello, los gobernantes y la ciudadanía deben respeto a sus jueces, cuyas providencias deben ser acatadas, sin perjuicio de los recursos contemplados en las leyes.
Desde luego, ese respeto, esa credibilidad, esa confianza, y esa certidumbre colectivas provienen de una presunción que resulta de las instituciones y que está implícita en el ordenamiento jurídico del Estado. Ella, sin embargo, no pertenece a la categoría de las presunciones de Derecho porque admite prueba en contrario. Es una presunción juris tantum.
¿A quiénes corresponde la inmensa responsabilidad de sostener la confianza, la credibilidad y el respeto que deben inspirar las decisiones judiciales y la actividad de los jueces? A ellos mismos. Su talante debe ser diáfano, transparente, serio, certero en lo jurídico, inquebrantable en lo ético; invulnerable ante presiones, halagos y diatribas; independiente del poder; ajeno por completo a toda forma de parcialidad; lejano de compromisos, amistades y debilidades.
Los jueces, desde el inferior en la jerarquía, en el más lejano municipio, hasta el Presidente de la Corte Constitucional, merecen el respeto de sus conciudadanos y el acatamiento de todas las autoridades, pero día por día tienen que trabajar y estudiar para no perderlo. Con el objeto de preservar su credibilidad y de realizar una auténtica justicia en todas sus providencias, la tarea de cada uno de ellos y de las corporaciones a las que pertenecen ha de ser cada día más esforzada y mejor fundamentada en el Derecho, con el fin de que las decisiones que adopten realicen siempre el valor de la Justicia –con mayúscula-.
El comportamiento de jueces y magistrados no puede generar ni la más mínima sospecha de corrupción, parcialidad, compromisos indebidos, abyección, vulnerabilidad a los amores, a los odios, al aplauso o al ataque periodístico o académico.
En lo propiamente judicial, lo que se espera es el ánimo desprevenido ante el expediente. Han de penetrar en él sin previa inclinación –favorable o desfavorable-, decretar y practicar las pruebas, si hay lugar a ellas; examinar los hechos a la luz del Derecho, motivar la decisión y fallar de manera coherente con ella. No a la inversa, como hacen quienes se han desviado de su misión, que primero toman la decisión y después buscan la motivación y el argumento.