En el curso de mi actividad docente, académica, profesional y periodística, en los últimos años he tenido ocasión de sostener largas, informales y -eso sí- muy descarnadas conversaciones con cientos de personas, desde ilustres magistrados y ex magistrados, pasando por ministros, congresistas, rectores y decanos universitarios, militares, tratadistas, jueces, fiscales, procuradores, notarios, profesores de Derecho, investigadores, abogados en ejercicio, estudiantes de pregrado y de postgrado, columnistas, líderes de opinión, comunicadores, hasta los más humildes (y otros no tan humildes) ciudadanos que esperan con admirable paciencia, después de años, decisiones judiciales que nunca llegan o que llegan tardíamente. Y lo que he podido palpar en esas reuniones, si de algo sirve al debate -aclarando que no necesariamente comparto todas las ideas-, es lo siguiente:
-Un generalizado sentimiento de desconfianza en la administración de justicia -aun entre los funcionarios y empleados judiciales-, desconfianza que va en aumento y que está llegando a niveles nunca vistos, en la medida en que se destapan nuevos escándalos.
-La convicción -inclusive entre los abogados más curtidos- acerca de algo muy grave: que, en muchos casos, ahora no se ganan los pleitos, ni se llega a oportunas decisiones judiciales, con base en argumentos jurídicos, ni por la fortaleza del material probatorio, ni por el conocimiento de la ley y la jurisprudencia, sino por métodos inconfesables, como el reparto acomodado, la compra del juez o del secretario, las invitaciones, el intercambio de favores, la influencia de alguien poderoso, y hasta el chantaje. Se sugiere a las personas que, en tales ocasiones, si tienen pruebas, denuncien. Pocos lo hacen, y son todavía menos los jueces y abogados que resultan condenados disciplinaria o penalmente.
-La desconfianza, no menos alarmante, en la calidad de las providencias, dada la deficiente preparación jurídica de muchos jueces. Algunos de ellos ejercen su función en ramas del Derecho que les son ajenas por completo, no estudian, ni se actualizan, y hasta confían la redacción de autos y sentencias a sus subalternos.
-En el caso de las altas corporaciones y de los nombramientos sin concurso, se piensa primero en el peso de quien haya de recomendar al candidato antes que en su hoja de vida, su probada rectitud, su experiencia, sus conocimientos y capacidades.
-Se negocia con los puestos, y los aspirantes a altos cargos deben pensar con cálculo político y mendigar ante las corporaciones postulantes y electoras, para conseguir los votos, muchas veces con compromisos –también inconfesables- de por medio.
Así, muy difícil recobrar la confianza perdida.
Son impresiones que tiene la gente y que la administración de justicia debe desvirtuar con hechos y no con declaraciones, antes de cualquier reforma.