Para que un Estado pueda funcionar dentro de conceptos democráticos; para que una sociedad se pueda realizar como civilizada; para que se pueda preservar la paz y realizar el Derecho, la igualdad y la Justicia, se requiere un mínimo de sinceridad, de veracidad, de lealtad, de mutua franqueza; de respeto al orden jurídico. Son valores indispensables para que se realicen las finalidades de la organización estatal, que, en los términos de la Constitución colombiana, lo son “servir a la comunidad, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución; facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la Nación; defender la independencia nacional, mantener la integridad territorial y asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo”.
El preámbulo de la Constitución señala que ella se establece “con el fin de fortalecer la unidad de la Nación y asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo”. Nada de ello es posible sin una mínima moralidad social; sin unos cánones éticos; sin unos valores; sin unos principios; sin unas autoridades honestas; sin un sistema jurídico acatado; sin unos legisladores respetuosos de sus electores; sin unos jueces y tribunales imparciales e independientes que hagan valer la verdad y la justicia.
Infortunadamente -contra una tradición democrática y legalista-, Colombia -en particular su clase dirigente- ha venido cayendo en una progresiva pérdida de valores y principios, que se acompaña por una generalizada y perniciosa tendencia a lo que podríamos llamar “hipocresía social”, incomprensiblemente admitida por la mayoría. Se trata de la aceptación común de conductas, actitudes y prácticas en realidad tramposas, desleales, deshonestas, pero -mediante eufemismos, discursos, lemas y palabras vacías- hábilmente disfrazadas de un talante ético y ajustado a las leyes.
Resulta interesante ver -desde la barrera- cómo se miente en público, y cómo la audiencia sabe que se le está mintiendo, pero acepta la mentira. Gobierno, políticos, legisladores, candidatos, ex guerrilleros, medios y hasta jueces se mienten entre sí y le mienten al ciudadano del común. Se oculta y se desinforma. Se promete, se jura en vano sin vergüenza, y por supuesto, también sin empacho, se incumple y se engaña, y se vuelve a prometer. Se hace lo ilícito y lo punible a sabiendas y después, si el delito es descubierto, una lastimera disculpa pública (con lágrimas incluidas) basta para alcanzar el perdón social. Para los victimarios resulta mejor posar de víctimas, y la mayoría acepta como bueno y legal lo que se sabe que es malo para la sociedad y opuesto al Derecho. Se ha vuelto costumbre usar términos neutros -ingeniosamente acuñados- para describir actos y hechos vergonzosos. Quien delinque no dice que delinquió sino que “cometió un error”.
Lo malo de esta comedia colectiva consiste en que se miente; se sabe que se miente; quienes oyen las mentiras saben que se les está mintiendo, pero -salvo algunos tercos o aguafiestas- el conjunto de la sociedad parece sentirse bien en ese mundo de mentiras.