Es una masacre más, de tantas que se repiten en territorio norteamericano. Unas noticias son reemplazadas por otras, y muy pronto, tras el dolor y las terribles escenas y testimonios transmitidos por la televisión, las condolencias oficiales y la contabilidad de los medios acerca de si es o no el mayor tiroteo en la historia, nuevos asuntos ocupan la atención del público, el episodio sale de publicidad y el tema de las masacres y la posesión de armas pasa a segundo plano, o simplemente se olvida. Hasta la próxima masacre. Se volverá a discutir, y todo seguirá igual. Hasta otra masacre, más adelante y en cualquier sitio.
Desde luego, el Presidente Donald Trump, que nada dice sobre la Asociación del Rifle ni acerca de la fácil venta de armas en ese país, escribe un trino en el que envía sus oraciones y condolencias a las familias de las víctimas, agregando que, según sus deseos, “…ningún niño, maestro ni nadie más debería sentirse inseguro en una escuela estadounidense”.
Palabras similares a las del Presidente Juan Manuel Santos en Colombia, hace unos meses sobre la muerte de miembros de la fuerza pública a manos del ELN: su corazón al lado de las familias de las víctimas. Discursos parecidos a los de Barack Obama a propósito de masacres anteriores en Estados Unidos, o de Miterrand ante los hechos en la sede de la revista Charlie Hebdó o en el interior del Teatro Bataclán, en Paris. O de Mariano Rajoy, tras la balacera en Barcelona.
Desde luego son expresiones probablemente muy espontáneas y sinceras de los gobernantes, particularmente ante la presión de los medios. Si no las hubiesen pronunciado, con seguridad serían cuestionados por no haber dicho nada. Pero no dejan de ser “palabras, palabras, palabras”, como las de la canción que popularizaran en los años setenta las cantantes Dalida y Silvana Di Lorenzo.
Los Estados y los gobiernos están para muchas cosas, pero en especial para proteger a sus ciudadanos y a las personas residentes en su territorio, y para garantizar los derechos esenciales, entre ellos el más importante, el derecho a la vida, como reza en el caso colombiano el artículo 2 de la Constitución de 1991.
No lo hacen, y se quedan en las palabras, dejando en todos los corazones, más que su compañía, la sensación de abandono y de desprotección.
El Presidente Trump prefiere hablar ahora de los problemas mentales de este tipo de asesinos, pero no ve -o no quiere ver- que se requiere una política de prevención contra el crimen mucho más efectiva, y que se hace necesario y urgente reconsiderar la vigencia de la Segunda Enmienda de la Constitución de 1787, a cuyo tenor “no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas”, norma que, en su tiempo, pudo ser importante para la seguridad ciudadana, pero que ahora conspira contra ella.