Cuando se adoptan esas decisiones -que se le comunican a la sociedad colombiana como si se tratara de una especie de gracia o generosa concesión- el ciudadano del común levanta los hombros en señal de no importarle, porque sabe muy bien que, tras esa temporal pausa –no siempre cumplida-, los terroristas volverán a actuar, quién sabe dónde, y con mayor impulso criminal.
Está bien que, al menos durante unos días, dejen de ejecutarse actos contra la población y la fuerza pública, pero estaría mejor que, si en realidad la organización guerrillera tiene una auténtica voluntad de paz –como lo proclama de continuo y como, al parecer, lo cree el Gobierno-, el cese de actividades delictivas sea definitivo.
Colombia quiere la paz, hasta ahora no alcanzada y al parecer muy lejana, pese a las proclamas presidenciales en las giras alrededor del mundo. No se trata de una paz procurada a la carrera para dar la impresión de que se llegó a ella antes del 7 de agosto.
La paz que todos deseamos es una paz real y sincera, para beneficio de la actual y de las futuras generaciones. Qué presidente la logre es lo de menos, pues el objetivo de la colectividad no reside en el otorgamiento de más premios internacionales, que de nada le sirven al campesino que padece los horrores de la guerra.
Se trata de una paz para Colombia, que se busque en el marco de la Constitución y con un auténtico compromiso de las partes. Para conseguirla no son aconsejables los afanes del gobernante de turno. Se requiere el diálogo, el fecundo intercambio de conceptos; la adecuada información; el no uso de cartas marcadas; la consideración seria, razonada y ponderada de las condiciones indispensables para el proceso de diálogo y para que los acuerdos a los que se llegue cumplan unos requisitos mínimos: que sean razonables, coherentes, convenientes para la mayoría, firmes y posibles. Y sobre todo, como nos lo enseña la frustrante experiencia del Acuerdo firmado con las FARC, con suficientes garantías de mutuo cumplimiento, dentro de reglas claras, expresadas con lenguaje sencillo y conciso.
No somos partidarios de un diálogo por el diálogo, sin unos objetivos del mismo, y sin una mínima ética, tanto de parte del Estado como de la guerrilla. Ni tampoco creemos que deba llevarse a cabo mientras una de las partes sigue asesinando, secuestrando, sembrando minas, emboscando y matando policías o soldados, procesando y exportando estupefacientes.
Desde luego, si, como quiere el Ejecutivo, se desarrolla un proceso de paz con el ELN -apenas con un cese al fuego transitorio-, es recomendable que, por una parte, los negociadores estatales repasen lo ocurrido con las FARC, vean los muchos errores cometidos durante el proceso y a lo largo de la llamada implementación, e introduzcan correctivos. Y por otra, que sean los alzados en armas quienes se someten a la institucionalidad, y no el Gobierno el que ceda a los designios e imposiciones de aquéllos.