Varias veces hemos dicho que el fin no justifica los medios. Del mismo modo, debemos afirmar que si un determinado fin de interés colectivo puede ser alcanzado por distintos caminos, se debe seleccionar el más expedito, el más eficiente, el más económico y el que señalan las instituciones.
La lucha del Estado y de la sociedad contra la corrupción es un fin plausible, que constituye hoy uno de los más importantes retos para el gobierno, para el Congreso, para los fiscales, para el Ministerio Público, para la ciudadanía. Es algo que siempre apoyaremos desde los medios y desde la opinión y la academia porque la corrupción ha carcomido no solamente el patrimonio público sino la conciencia de muchos y afecta a todos los sectores, incluso a los que hace unos años eran insobornables e insospechables, como la administración de justicia.
Pero debemos aplicar los instrumentos adecuados y eficientes. Una consulta popular en los términos en que ha sido planteada no soluciona el problema; no produce por arte de magia el efecto que sus impulsores prometen -acabar con la corrupción en forma automática-; incluye instrumentos y normas ya existentes en el sistema jurídico que no se han aplicado y deben ser aplicados; incorpora propuestas de reglas que requieren reforma constitucional y que no se pueden lograr por consulta. Pero además, no debemos engañar al pueblo: ni la consulta produce de suyo un efecto que erradique la corrupción o sancione a los corruptos, porque todo requiere su paso por el Congreso, ni es el único medio existente en nuestro sistema para lograrlo. Nos preguntamos: si se quería reformar varias normas de la Carta Política, ¿por qué no se aprobó la convocatoria de un referendo constitucional? El pueblo, directamente, habría modificado la Constitución y de manera inmediata. Pero se optó por la consulta que, si bien es un importante mecanismo de participación, no sustituye ninguna de las tres modalidades permitidas de reforma: acto legislativo, acto de asamblea constituyente y referendo constitucional.
Y no es cierto que, si transcurre un año sin que el Congreso apruebe lo que obtenga el favor de los votantes en la consulta, lo pueda hacer el Presidente de la República. Éste no puede reformar la Constitución porque carece de competencia. Y para expedir decretos con fuerza de ley necesita facultades extraordinarias otorgadas por el Congreso. El Presidente podrá presentar los proyectos al Congreso, y expedir lo que sea del orden administrativo. Nada más.
Allí queda la reflexión.