No por ser hijo del burgomaestre, sino por ser niño, el delito –aunque no es el primero de esta naturaleza- ha despertado la reacción de todo el país, inclusive con repercusiones internacionales. El propio presidente de la República acudió a la casa de la familia, para expresar su solidaridad y el interés del Gobierno en lograr la libertad del menor.
De suyo, el secuestro es un delito atroz -que inexplicablemente quedó totalmente impune en el caso de las FARC, que tantas veces lo perpetraron- y que han cometido y siguen cometiendo impunemente el ELN, el EPL, las llamadas disidencias de las FARC, los paramilitares, los narcotraficantes, las Bacrim, los delincuentes comunes, en contra de una sociedad que, ante el mundo, se proclamó en absoluta paz, sin haberla disfrutado.
Pero el secuestro de un niño es algo que hiere profundamente la sensibilidad de cualquier persona, y produce necesariamente sentimientos de rabia e impotencia, como lo hemos podido palpar en estos días en todos los sectores.
Se necesita ser muy cobarde y canalla para aprovecharse de la inocencia, del estado de indefensión y de la natural debilidad de un niño para privarlo de su libertad y someterlo al tormento del cautiverio. En sí mismo, es una tortura, para cualquier persona mayor, pero con mucha mayor razón, es una tortura para el niño. Y una infinita tortura para sus padres, hermanos y familiares.
Hemos visto el dolor reflejado en el rostro de la madre, y hemos escuchado sus palabras, llenas de esperanza en que todavía pueda quedar algo de sensibilidad humana entre los criminales.
El país entero reclama, exige, la liberación inmediata, a salvo, del niño Cristo José. Dios quiera que, cuando se publique esta columna esté ya al lado de los suyos.
Aparte de que se trate de un delito -no de cualquier delito, sino de uno muy grave-, desde el punto de vista humano, el plagio de un menor de edad es algo inaudito, que no tiene perdón de Dios y que no lo debe tener del Estado, ni de la sociedad.
Infortunadamente –si hablamos de los deberes estatales de garantizar la libertad, la vida y la integridad de las personas, y de hacer justicia- , nuestro Estado ha fracasado. Toda vez que hemos dado en tomar las liberaciones de secuestrados como actos de magnanimidad y generosidad de los plagiarios, y en perdonarlos en aras de una fementida voluntad de paz, el secuestro -ahora con los niños- seguirá dejando su imborrable huella en las familias colombianas, a menos que el Estado –Gobierno, Congreso y jueces- asuma en serio su papel ante la delincuencia y deje de tolerar la impunidad.