En consecuencia, son muchos los temas en los cuales se está ocupando y habrá de ocuparse el denominado constituyente derivado, que seguirá expidiendo más y más actos reformatorios de la Carta Política de 1991, a la cual –al momento de escribir estas líneas- se han introducido cuarenta y ocho reformas.
La Constitución ha ido perdiendo integridad y coherencia. Se improvisa con los proyectos y, a medida que en el Congreso pasan las reformas, por regla general en carrera contra el tiempo y en desarrollo de apresurados acuerdos inter partidistas para conformar las mayorías, se van añadiendo disposiciones –permanentes o transitorias- que desdibujan el sistema, en cuanto las modificaciones no persiguen estructurar un conjunto normativo armónico y estable que presida y oriente el orden jurídico estatal, sino conseguir objetivos políticos coyunturales y de corto plazo. La Carta Política ya no es el estatuto superior que, con lenguaje conciso, preciso y comprehensivo, en cuanto norma de normas, declara los valores, principios, garantías y derechos, a la vez que consigna las reglas fundamentales sobre composición, atribuciones, fines, frenos, contrapesos y controles aplicables al poder público, sino un extenso y engorroso documento de difícil lectura, cuya complejos términos se prestan para las más diversas interpretaciones, con las consiguientes dificultades para su aplicación y cumplimiento. Y, como es natural, todo ello hace que, en corto tiempo, se adviertan como indispensables las correcciones, aclaraciones y precisiones que, por supuesto, desembocan en nuevas reformas.
En fin, la Constitución, a punta de reformas e interpretaciones -incoherentes y contradictorias-, ha perdido el vigor y la estabilidad que deben caracterizar a la estructura fundamental de una organización estatal; su contenido es provisional, pues todo él está sujeto de manera permanente a inusitados cambios de enfoque y de política, hasta el punto de haberse distorsionado.