De acuerdo con la Carta Política, la jurisprudencia y la doctrina, enseñamos en las facultades de Derecho que, con un criterio democrático, todos los ciudadanos contribuimos a la defensa de la intangibilidad e imperio de la Constitución; que ese es un derecho político de todo ciudadano; que, para ejercerlo, cuenta con la acción pública de inconstitucionalidad que le permite acudir a la Corte Constitucional -guardiana de la integridad y supremacía de la Constitución- para formular demanda contra aquellas normas de nivel legislativo o inclusive de reforma constitucional, con el objeto de obtener que sean examinadas a la luz de los principios y preceptos fundamentales y retiradas del ordenamiento jurídico en caso de ser encontradas inconstitucionales.
Se dice, por tanto, que la acción de inconstitucionalidad es una acción pública, popular, sencilla e informal, que cualquier ciudadano -y no solo los especialistas- pueden formular sin mayor dificultad ante la Corte. A los nueve magistrados de ella se les pagan altos salarios para que cumplan esa función y con el objeto de que, tras efectuar el estudio de las demandas y las normas acusadas e interpretarlas, dicten sentencias mediante las cuales declaren si, en criterio de la Sala Plena que conforman, se ajustan a la Constitución o si la violan, caso en el cual, han de declarar que son inexequibles. Esto significa, inaplicables hacia el futuro y por vía general, con fuerza de cosa juzgada, por transgredir los mandatos y postulados de la Constitución.
Hoy por hoy, sin embargo, la propia Corte -en detrimento y con abandono de su función básica-ha convertido la acción de inconstitucionalidad y el acceso a la justicia constitucional en objetivos poco menos que imposibles para el ciudadano común. Contra lo dispuesto en la propia Carta y en el Decreto 2067 de 1991, que regula los procesos correspondientes, ha venido exigiendo tal cantidad de requisitos -incomprensibles para la mayoría de los ciudadanos-, que ha convertido ese acceso en una complicada y caprichosa maraña de carácter técnico más difícil de desenredar que la casación en los procesos ordinarios. Y entonces, la gran mayoría de los autos que profieren los magistrados, al decidir sobre la admisión de las demandas, son de inadmisión y rechazo, bajo el pretexto de no cumplir con alguno de los requisitos que se han inventado y que no están ni en la Constitución ni en la ley. Y, en Sala Plena, son cada vez más frecuentes las sentencias inhibitorias en que se deniega la justicia constitucional por ineptitud sustancial de la demanda.
Una dañina y antidemocrática desfiguración de las normas aplicables, sobre la cual volveremos.