La Carta de 1991, que creó la Corte Constitucional, le confió “la guarda de la integridad y supremacía de la Constitución” y dispuso que ella resolviera acerca de las demandas que presenten los ciudadanos contra los actos reformatorios de la Constitución –cualquiera que sea su origen-, las leyes y los decretos con fuerza de ley dictados por el Gobierno.
El Decreto 2067/91, que reguló el procedimiento aplicable, señaló los requisitos que debe reunir una demanda para que la Corte le dé trámite: el señalamiento de las normas acusadas, su transcripción literal por cualquier medio o un ejemplar de la publicación oficial; el señalamiento de las normas constitucionales que se consideren infringidas; las razones por las cuales dichos textos se estiman violados; cuando fuera el caso, el señalamiento del trámite seguido en la expedición del acto demandado y la forma en que fue quebrantado; y la razón de competencia de la Corte. Requisitos cuya formalidad es mínima, dada la esencia de la acción pública. Basta que la demanda los reúna para que la demanda deba ser admitida. Si no se tramita pese a estar cumplidos, se vulnera la Constitución al desconocer un derecho ciudadano. Son quebrantados los derechos a ejercer acciones públicas (Art. 40-6, C.P.), a propiciar el control de constitucionalidad a cargo de la misma Corte (Arts. 241, 242 y 243 C.P.) y, claro, el derecho de acceso a la administración de justicia (Art. 229 C.P.). Igualmente, sacrifica el derecho sustancial (Art. 228 C.P.), en aras de formalismos inventados, no señalados en las normas.
Desde luego, las razones que llevan al ciudadano a formular la demanda deben ser expuestas de modo comprensible, de modo que la Corte sepa cuál es el posible motivo de inconstitucionalidad, pues, como dijo la Sentencia C-131/93, “el ataque indeterminado y sin motivos no es razonable”. Pero esa necesaria motivación no se puede traducir en la arbitraria exigencia al ciudadano de todo un complejo técnico de requisitos que llevan a una inexplicable mayoría de autos inadmisorios y a muchos fallos inhibitorios. Exigencias artificiosas que el ciudadano del común, no técnico ni experto, está lejos de poder cumplir.
La acción pública no es una concesión. Es un derecho constitucional del que no puede ser despojado el ciudadano. Si su argumento -expuesto sencillamente- convence o no, lo debe decidir la Sala Plena, no el sustanciador. La demanda –cumplidos los requisitos mínimos- debe llegar a ella, y lo ideal, en defensa de la Constitución, es que allí haya decisión de fondo. Los fallos inhibitorios, en que se decide no decidir, deben ser excepcionales, no hacen tránsito a cosa juzgada y, cuando se generalizan, llevan a la inseguridad jurídica y fomentan la inconstitucionalidad.
Así que los criterios hoy en boga, tanto al decidir sobre admisión de las demandas como al “fallar” la inhibición por “ineptitud sustancial”, no realizan el querer democrático del Constituyente. La acción pública es ahora un remedo de casación a cuyo respecto reina la arbitrariedad judicial. Así que el ciudadano normal –el titular del derecho político– no tiene acceso a la justicia que debiera dispensar la Corte. Se olvida que no todos los ciudadanos son abogados, ni especialistas en adivinar el capricho del sustanciador, y que son ellos –no los tecnócratas – los titulares del derecho.
La Corte no está para obstruir la acción pública sino para resguardar la Constitución. Ha de canalizar las demandas ciudadanas –cuyos términos son por naturaleza sencillos– para originar procesos que redunden en el real imperio de aquélla. Con la actual tendencia judicial se hace cada vez más frecuente que gobiernos y congresos violen la Carta Política sobre la base de un debilitado y complaciente control constitucional.
Si se quiere acabar con la acción pública, no basta un auto. Se necesita una reforma constitucional, que, si se aprobara, sería un lamentable retroceso en términos democráticos.
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