Si algo tiene en crisis a las instituciones colombianas, en especial en la administración de justicia, es la perniciosa tendencia a aplicar las normas jurídicas, inclusive las constitucionales, con base en interpretaciones “convenientes” –política, económica o personalmente- para quien las formula o para su popularidad.
Hace mucha falta el rigor jurídico que unos años antes imperaba en las corporaciones judiciales y en los órganos de control. Sin generalizar –porque hay fiscales, jueces y magistrados excelentes-, debemos reconocer que hoy, infortunadamente, muchas decisiones judiciales –consignadas en autos y sentencias- se adoptan sin atender a las reglas de hermenéutica; sin una valoración de los hechos; sin análisis de las disposiciones aplicables; sin una adecuada ponderación; sin una relación lógica entre la motivación y la resolución.
Véase, por ejemplo, lo que ocurre en la Corte Constitucional, la mayoría de cuyas sentencias sobre las normas que implementaron el Acuerdo de Paz, las avalaron sin mayor examen –más bien con un test ostensiblemente débil-, pasaron por encima de protuberantes vicios de inconstitucionalidad e inclusive se apartaron de jurisprudencias sentadas por la propia Corporación desde 1992 y hasta desconocieron la doctrina que –desde la Sentencia C-551 de 2003- proscribió la sustitución de la Constitución por el poder de reforma.
Con decisiones como la que se adoptó en el caso de los delitos sexuales cometidos por ex guerrilleros contra menores de edad, dando lugar a suaves penas alternativas –distintas de las que se aplican a otros violadores-, la Corte se alejó de los principios plasmados en el artículo 44 de la Carta y en el A.L. 1/17, y en vez de hacer que prevalecieran los derechos de los niños y de las víctimas, convirtió en intangibles y superiores los supuestos derechos de los victimarios, en cuanto a verdaderos crímenes atroces que nada tenían que ver con los delitos políticos ni con el conflicto armado.
En cuanto a la acción pública de inconstitucionalidad, que es un derecho político de todo ciudadano, la Corte ha resuelto obstruirla por completo, exigiendo a los ciudadanos complejos requisitos técnicos –no previstos en las normas- que los hombres y las mujeres del común no pueden cumplir, y por tanto, profiere numerosos autos de inadmisión o rechazo de las demandas –que ni siquiera leen los sustanciadores-, o autos inhibitorios por supuesta “ineptitud sustancial”. En virtud de esa mal denominada “jurisprudencia”, la Corte vulnera los derechos de los ciudadanos, impide la participación ciudadana, desconoce el derecho inalienable a la Constitución, debilita el control de constitucionalidad que le compete como guardiana de la integridad y supremacía de aquélla, y se abstiene –maniatándose- de conocer sobre preceptos aprobados en abierta violación de los postulados y mandatos superiores.
La Jurisdicción Especial de Paz, por su parte, por fuera de competencia –que, según el artículo transitorio 19 del A.L. 1/17, la tenía únicamente para señalar con precisión la fecha de comisión del delito de narcotráfico-, decidió declarar que alias “Jesús Santrich” tenía derecho a no ser extraditado y lo dejó en libertad, dando lugar a una crisis que todavía no concluye. Todo con fundamento en una interpretación no rigurosa de las normas aplicables.
En fin, cabe preguntar: ¿es este, todavía, un Estado de Derecho?