La Corte Constitucional está próxima a resolver acerca de las varias demandas instauradas contra la denominada Ley de Financiamiento.
Sobre la Corte siempre ha habido presiones, particularmente en lo relativo a los efectos económicos de sus fallos. Recuerdo que, siendo Magistrado, no faltaron los economistas, los columnistas y los editoriales que pretendieron influir en decisiones trascendentales como las que hubo de adoptar la Corte en asuntos como el Plan Nacional de Desarrollo 1998-2002, la vigencia del sistema UPAC, la UVR, el salario mínimo frente al IPC, los límites a la información de las centrales de datos, la responsabilidad de las EPS, o los principios, garantías y derechos laborales.
Por supuesto, la Corte falló siempre en Derecho, sin prestar atención a las presiones, ni a las reacciones posteriores.
Pero quizá nunca antes como ahora se había visto que las presiones y amenazas sobre la Corte hubieran adquirido la magnitud de las actuales, no solamente en cuanto a la Ley de Financiamiento, sino en materias tales como la de las aspersiones con glifosato o las objeciones a la legislación estatutaria sobre la JEP. Con la Ley de Financiamiento hemos llegado al nivel más alto de presión. Casi que, según el Gobierno, los gremios y los economistas, habrá grandes catástrofes por culpa de la Corte Constitucional, si la Ley -que se aprobó con ostensibles vicios de trámite y publicidad- es declarada inexequible.
Infortunadamente, la Corte -hay que decirlo- ha mostrado ser frágil ante las presiones -como cuando algunos magistrados fueron amenazados con retirarles la visa norteamericana-, y ha proferido algunos fallos en que procura dar gusto a todos, generando enorme inseguridad jurídica y mostrándose vulnerable.
Pero debemos insistir en que resulta indispensable que la Corte Constitucional se haga respetar. Que demuestre su independencia. Que ejerza, como le compete, el control de constitucionalidad. Y la forma de hacerlo es únicamente profiriendo sus sentencias exclusivamente en Derecho, a la luz de la Constitución y no de los editoriales, ni según los pronósticos catastróficos de los economistas.
De lo contrario, comenzaremos a preguntarnos si se justifica que subsista en Colombia un sistema de control de constitucionalidad y que exista un tribunal constitucional. O si transferimos sus competencias al Banco de la República, a Planeación Nacional, al Ministerio de Hacienda o a los editorialistas de los medios.