He tenido profesores excelentes, impolutos hombres de academia, que han ocupado las más altas dignidades, expresidentes de la Corte Constitucional, de la Corte Suprema de Justicia, del Consejo de Estado, magistrados de tribunal, jueces, litigantes y académicos, todos grandes maestros; de algunos aprendí lo que sé hacer, de otros aprendí lo que un abogado, incluso lo que un ser humano nunca debe hacer y que errores no se pueden cometer. De los mejores y de los peores se aprende, la universidad me dio la oportunidad de conocer profesores buenos y profesores malos.
Cursaba mis estudios de especialización en derecho constitucional en la Universidad Libre y fui alumno de dos profesores, polos opuestos, uno de ellos académico, responsable, hombre impoluto, transmisor del conocimiento, crítico y pedagógico, dedicado a la academia y al derecho en lo contencioso administrativo y en lo público. El otro un petardo, mamerto, charlatán, político, sin pedagogía, pasó por el aula en campaña política “yo hice…, yo hago…, yo hare…”; para el momento en que fue mi profesor era representante a la Cámara por el partido verde, antes era liberal, ahora creo que pertenece a otro partido, este profesorcillo salta de puesto en puesto y de partido en partido, a conveniencia, de la política al SENA, secretario de presidencia, dejando escándalos de corrupción a su paso, pareciera estar blindado en la rosca y con las puertas del poder abiertas.
Al profesor malo todo le importaba menos transmitir el conocimiento, seguro era más atractivo pasar un fin de semana en Cartagena que venir a cumplir el rol de profesor y académico. Lo mejor de su clase fue la enseñanza que la politiquería y la academia no van de la mano, que un mal político siempre será un pésimo profesor.
El profesor bueno afronta una investigación por un tema de un contrato sin el cumplimiento de los requisitos legales, con el que no tiene seguro nada de responsabilidad, todo indica que es una víctima, en medio de una persecución política de gran envergadura, que afrontan las fuerzas políticas más poderosas del país. Lógico, que un hombre de academia no esté preparado para actuar como político, ni tenga los tentáculos para salir blindado como lo tienen los corruptos que entre ellos no se pisan la manguera.
A todos mis profesores, los buenos y los malos agradezco porque de ellos aprendí lo que se debe y no debe hacer, que bien contextualizado es una gran ganancia y experiencia de la cruda vida.