Lo dicho significaría el entierro de la democracia y del Estado de Derecho como principales víctimas del coronavirus, y una concepción política de regreso a la arbitrariedad del gobernante, sin obstáculos de orden jurídico.
Con todo respeto hacia quienes así opinan, considero lo contrario. Siendo cierto que la gravedad y letalidad del contagio y la veloz expansión del virus, no menos que la novedad y desconocimiento general sobre sus características, ha significado, por reacción, un apreciable crecimiento del papel del Estado, aceptado inclusive por las tendencias enemigas del intervencionismo, hemos verificado también –no sin sorpresa-, la impotencia e ineptitud (que consisten en la carencia de capacidad y de poder efectivo) en gobernantes hasta hace poco considerados omnipotentes. Hemos visto el desacierto y el drama de dirigentes como Trump, Johnson o Bolsonaro, quienes han pasado de la omnipotencia a la desesperación y a la adopción de decisiones que en otra época no habrían concebido, y que las han puesto en vigencia o aceptado contra su voluntad, a regañadientes, solamente por la fuerza y el poder del coronavirus.
La emergencia generada por la pandemia, así declarada después de muchas dudas por la Organización Mundial de la Salud, OMS, es quizá el mayor desafío para los Estados y sus gobernantes desde la Segunda Guerra Mundial –como lo reconoció la señora Merkl-, en cuanto no ha podido ser superada hasta ahora, y toda vez que constituye, por sus características, el más grave riesgo, muy difícil de controlar, que acabará con la vida y la salud de millones de personas en el planeta.
Pero de allí –precisamente por esa impotencia- no se deduce que, hacia el futuro, los gobiernos deban quedar dotados de poderes absolutos. La democracia, ni el Estado de Derecho pueden morir, ni entrar en cuarentena, por causa del coronavirus. En ese pronóstico no hay lógica.
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