El señor Fiscal General de la Nación afirmó en la isla desempeñar el segundo cargo de mayor importancia en la Nación. Como era de esperar, en mi siguiente clase virtual de Derecho Constitucional –relativa a la parte orgánica de la Constitución-, los estudiantes de postgrado me interrogaron acerca de si esa afirmación era correcta.
La respuesta, naturalmente, fue negativa. Manifesté sobre el punto que el Fiscal General de la Nación es el servidor público elegido por la Corte Suprema de Justicia, que dirige el organismo encargado de ejercer la acción penal y de adelantar la investigación de los hechos que revistan las características de delitos, como lo dice el artículo 250 de la Carta; integrante, según el 116, de la rama judicial, no de la rama ejecutiva; no depende del presidente de la República, aunque él elabora la terna de candidatos para la elección; no tiene vocación presidencial, porque no está llamado a sustituir al presidente en sus faltas transitorias o definitivas, como sí ocurre con el vicepresidente, aunque éste, mientras no sea llamado a desempeñar en cargo, permanece a la expectativa y no es tampoco la segunda autoridad del Ejecutivo.
El nivel de las funciones del Fiscal no es superior al de las que cumplen el Procurador, el Contralor o el Defensor del Pueblo, cabezas de órganos autónomos e independientes, como lo señala la Constitución. Y mucho menos prevalece sobre el Congreso o sobre las altas corporaciones judiciales –Corte Constitucional, Corte Suprema de Justicia, Consejo de Estado, Consejo Superior de la Judicatura, Consejo Nacional Electoral-. Más aún: no decide sobre la libertad de las personas, lo que corresponde hoy exclusivamente a los jueces; son los jueces quienes toman las decisiones acerca de las acusaciones formuladas por la Fiscalía; y sobre posibles impedimentos o recusaciones del Fiscal decide, en un nivel superior, la Corte Suprema.
La importancia del cargo es indudable, pero de ahí a sostener que es el segundo en una supuesta escala jerárquica a nivel nacional hay mucha distancia. Y ello, por cuanto el sistema plasmado en la Constitución no es monárquico. Aunque el presidente de la República es Jefe del Estado, ello no implica que sea titular de un poder absoluto. Esa jefatura tiene expresión en el ejercicio de sus funciones como representante del Estado colombiano en el plano internacional, si bien sujeto al control político del Congreso y jurídico de la Corte Constitucional y del Consejo de Estado.
El Poder Público es uno solo y el titular de la soberanía no es un monarca sino el pueblo. Hay tres ramas del poder -legislativa, ejecutiva, y judicial-, independientes entre sí, y órganos autónomos. Según expresa la Carta, los diferentes órganos tienen funciones separadas, pero colaboran armónicamente para la realización de sus fines.
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Apunte final: la Constitución de 1991 no fue promulgada el 4 sino el 7 de julio, mediante su publicación en la Gaceta Constitucional.
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