Hasta el momento en que se escribe esta columna ya van nueve (9) masacres cometidas en distintos lugares del territorio colombiano durante el mes de agosto. Según las cifras oficiales, al menos cuarenta y dos personas han sido asesinadas en este mes, a sangre fría, de manera cobarde y con sevicia.
47 masacres en lo que va transcurrido de 2020. Con una impunidad que desconcierta. Autores intelectuales y determinadores ocultos por completo. Eventos de gran violencia que estremecerían a la opinión pública en cualquier país civilizado, que provocarían colectivo rechazo y que preocupan más a la comunidad internacional que a nuestros gobernantes. Episodios criminales que han llevado a la muerte a más de 180 personas este año, la mayoría líderes sociales, indígenas, campesinos y menores de edad. Las cifras crecientes, más altas que las registradas por la ONU para 2018 y 2019.
Hemos regresado a las peores épocas de nuestra historia reciente. En medio de una crisis tan terrible como la generada por la pandemia COVID-19 –con muchos compatriotas contagiados y con creciente número de muertos- resulta inconcebible que ya la población no solamente deba cuidarse del coronavirus sino de seres humanos asesinos que en cualquier momento y con tranquilidad y ánimo pacato la pueden sorprender. Sicarios pagos, vaya uno a saber enviados por quién, con qué propósitos ni bajo qué directrices.
Y resulta intolerable que grupos y organizaciones criminales se hayan dedicado a segar la vida de muchos colombianos –la mayoría de ellos jóvenes y algunos menores de edad- asesinados en total indefensión. En algunos casos torturados.
Incomprensible que, inclusive existiendo amenazas previas y alertas tempranas, las autoridades lleguen siempre tarde al lugar de los hechos, únicamente para levantar el acta del número de muertos y heridos.
Muerte, luto, llanto, dolor para las familias y las comunidades, impotencia, miedo, esperanzas bruscamente truncadas, desolación, abandono, indolencia. Noticias del día rápidamente desplazadas. Informes policiales –los de siempre- que atribuyen todo al enfrentamiento entre bandas del narcotráfico y por el dominio de territorios para cultivos ilícitos. Declaraciones ministeriales –las de siempre- diciendo que los violentos no pasarán y que actuará la fuerza pública en contra de los responsables, o que pronto se iniciarán las fumigaciones con glifosato. Intervenciones públicas del Fiscal –las de siempre-, manifestando que las investigaciones llegarán hasta las últimas consecuencias y que se hará justicia. Discursos, gráficas y trinos presidenciales –los de siempre-, diciendo que al Gobierno le duelen los muertos que dejan el narcotráfico y el terrorismo y prometiendo contundencia y celeridad en el combate “a las disidencias FARC, ELN, Clan del Golfo, carteles y otros”.
Ahora, a propósito de los recientes crímenes cometidos en el Valle del Cauca, en Nariño, en Arauca, en Norte de Santander y en Antioquia, insiste el Gobierno en su propósito de erradicar la denominación “masacres” para sustituirla por “homicidios colectivos”. Porque, según el Ministro de Defensa, aquélla es una expresión coloquial, un giro periodístico. Como si, por cambiarles el nombre, desapareciera el hecho criminal o fuese menos grave. En vez de ocuparse de verdad y con toda seriedad en el cumplimiento del artículo 2 de la Constitución, a cuyo tenor las autoridades han sido establecidas para proteger la vida “de todas las personas residentes en Colombia”.
Mala costumbre esa de los gobiernos, de querer llevar todo a las palabras, para hacerlas más suaves, para “no alarmar”, para que sucesos terribles pasen desapercibidos. Creyendo que los vocablos engañosos pueden tapar las verdades o hacer que los hechos sean menos tozudos.
En ese mismo rango está la expresión “falsos positivos”, usada para disfrazar crímenes horrendos, de lesa humanidad, matanzas de personas inocentes e indefensas. O las palabras “incentivos”, “propinas” o “estímulos”, destinadas a encubrir sobornos, coimas o compras de testigos.
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