Eso es muy grave para la vigencia del Estado Social y Democrático de Derecho. Por lo cual resulta necesario impedir que esas prácticas hagan carrera, ya que debitan y carcomen los fundamentos de nuestra organización política y las bases del ordenamiento constitucional.
Quizá la democracia no sea perfecta -nada diseñado por seres humanos lo es, por cuanto no se puede dar de lo que no se tiene-, pero, como expresara Winston Churchill, es el menos malo de los sistemas políticos. Su vigencia efectiva es indispensable si se quiere que en la sociedad estén asegurados los valores de la libertad, la igualdad, la justicia, los derechos, las garantías, la pacífica convivencia, la solidaridad, la participación y el pluralismo. Y al establecer principios como el de equilibrio y separación de funciones, así como la existencia de mutuos controles -frenos y contrapesos- el constitucionalismo preserva la libertad de los gobernados, evita la concentración y el abuso del poder y facilita que el titular de la soberanía -el pueblo- exija responsabilidad a sus representados.
En tal sentido y con esas finalidades, la función de la rama judicial del poder público es fundamental como garantía del imperio de la legalidad. Consiste, ni más ni menos, en definir el Derecho mediante la interpretación de las normas vigentes, de suerte que, culminado un proceso judicial y proferida la sentencia por el juez o tribunal competente, ella debe ser cumplida, sin perjuicio de los recursos previstos en el ordenamiento. El respeto y acatamiento a los fallos judiciales y su cumplimiento -así no se compartan- son elementos esenciales del sistema democrático. Su observancia y el ejemplo del Ejecutivo -cumpliendo él mismo los fallos que lo obligan y colaborando con la rama judicial para que la ciudadanía los cumpla-, son obligaciones prioritarias suyas, más allá de discursos y proclamas vacías. Ver artículo 201 de la Constitución.
¿Significa ello que no se pueda discrepar de los fallos y providencias judiciales? En modo alguno. Así como hay excelentes sentencias, otras pueden ser equivocadas, dictadas con desconocimiento de las garantías procesales, carentes de fundamento y hasta violatorias del orden jurídico que aplican, y por tanto exigen ser corregidas, como lo hemos sostenido en esta columna y lo ha reiterado la jurisprudencia de la Corte Constitucional. En el interior de las corporaciones judiciales, los salvamentos y aclaraciones de voto dejan importantes constancias de disenso que muchas veces preconizan los cambios jurisprudenciales. Y es normal y adecuado a nuestra función que los académicos, autores y profesores de Derecho sometamos los fallos -como en efecto lo hacemos- a respetuosa crítica, señalando los avances y los retrocesos jurisprudenciales.
Pero el no estar de acuerdo con una sentencia -lo que es obvio si proviene de la parte derrotada en el proceso- no autoriza su desconocimiento, ni la desobediencia a sus mandatos. Si caben recursos, deben ser interpuestos, y nada más. Desacatar los fallos subvierte el orden jurídico y mina la credibilidad del Gobierno.
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