La promesa de “Salvar a Cartagena”, de poner tras las rejas a los malandrines y de combatir la corrupción, logró que el pueblo ingenuo y cansado de la clase política votara por la única opción. El desconocido veedor, que, con su lengua larga, prometía ser la salvación, hoy se ha quedado corto con sus hechos. La ciudad está vuelta estiércol, se ha convertido en una cloaca habitada, sin ley, ni orden, sucia, insegura, abandonada, llena de huecos, y cada vez más azotada por la delincuencia. Los policías, están demasiado ocupados en todo, menos en cumplir con su deber, desconocen la manera adecuada de imponer su autoridad. No tenemos alumbrado público, ni gobernabilidad, no hay proyectos encaminados a mejorar. Es una pena que una ciudad rodeada de exóticas playas de ambiente caribeño, atractivos históricos, tradiciones culturales y costumbres alegres, hoy sea un escenario lleno de miseria, en el que la resistencia e indiferencia de sus habitantes, se convierten a diario en el provechoso alimento de la corrupción, la ingobernabilidad, el abandono, y la indolencia. La Plaza de la aduana, donde se concentra el gobierno de la ciudad, deja ver la desidia, ¿Qué se puede esperar entonces de los lugares que jamás han sido vistos? O de los barrios populares, en los que no hay presencia de las autoridades. Si frente a los ojos de los gobernantes, la cara bonita de nuestra ciudad, se destruye, ¡Pobre de aquellos que han sido completamente olvidados! Con todo esto, me atrevo a decir, que es completamente absurdo seguir justificando los errores del actual gobierno, culpando a mandatos anteriores.
Solo la mano de Dios podrá protegernos y librarnos de lo que estamos viviendo, no podemos seguir en manos de un chabacán.