En tiempos en que la ética regía las conductas de la vida pública y privada daba vergüenza tener parientes confesos y convictos de corrupción y crímenes. Era, en cierta forma, una autoimputación por ‘delitos de sangre’.
La violencia ininterrumpida desde el crimen de Gaitán (1948+), ligada al fortalecimiento del narcotráfico (1970+), plantaron en Colombia la semilla de frondosos árboles genealógicos que dieron realidad a la metáfora de Guillermo Valencia: “El hombre como el huevo, en nidos de dolor será serpiente…”.
Estos duros tiempos nos hablan de una corrupción económica que captura 50 billones de pesos anualmente; y de una inmoralidad pública y privada inmarcesible, que contamina desde la Presidencia, las altas cortes y el Congreso, hacia abajo; y desde heliotropos financieros hasta el obrero raso (con perdón de las contadas excepciones). Ya no es el ministro del “miti-miti”; no es el CVY del contrato. Ya no estamos hablando de la corrupción habitual ni de la necesidad de volverla a sus “justas proporciones”, ni es la suerte del tonto que llega a Presidente… No: La corrupción en Colombia se han naturalizado.
Si la moral y la ética en Colombia son cosas del pasado, también del pasado deben ser normas jurídicas que se presten a convertir el debido proceso en estado de impunidad continuada. Ser lego en cuestiones jurídicas, tal vez nos excusa de proferir exabruptos: el delito de sangre debe tener alguna referencia constitucional en Colombia, al menos para desempeñar altos cargos en las ramas del poder constituido. Y, aunque la corrupción pública ya tiene castigo económico (la acción de repetición), debiera hacerse obligatoria y extenderse al responsable de no activarla en su momento. También la persecución de bienes mal habidos debiera ser más rígida y extenderse a terceros involucrados, sin el intersticio jurídico de la ‘buena fe’. Si los vástagos de criminales y narcos no les da pena beneficiarse política y económicamente de sus podridos troncos, a la sociedad decente sí debiera darle pena ser presidida y dirigida por una caterva de corruptos.
Son dos o tres reformas constitucionales simples (en teoría) que pondrían dientes a las leyes ‘anticorrupción’ que, por costumbre inveterada, cada gobierno expide la suya: se necesita pueblo que presione, o elija bien.
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