Además, a diario los medios de comunicación registran feminicidios, violencia sexual, violencia intrafamiliar, riñas -cuyo número, por paradoja, se multiplica en días señalados como el de la madre o el del amor y la amistad-.
Las marchas -que deberían corresponder al ejercicio normal de un derecho constitucional como el de protesta, comienzan a desarrollarse en paz, pero culminan en actos violentos, como sucedió el Día Universal de la Mujer, cuando inexplicablemente, para protestar por la violencia del machismo, varias mujeres se dedicaron a destruir bienes públicos y privados, y hasta pretendieron incendiar un templo católico en la capital de la República.
Los hinchas de los equipos de fútbol, desfigurando el sentido propio del deporte, celebran sus victorias o tramitan sus diferencias en forma violenta, como acaba de acontecer en la ciudad de Cali tras un clásico.
A todo ello se suma la inseguridad, que es de vieja data pero que se ha agravado, hasta ser ya insoportable en varias ciudades, particularmente en Bogotá, en donde han tenido lugar mortales tiroteos, el más reciente y muy doloroso, el de un joven patrullero de la Policía Nacional, que no hacía nada diferente de cumplir con su deber de protección a la comunidad.
Pero no solamente hay violencia física sino verbal y en las actitudes de las personas, en su trato diario, cuando la grosería y la agresividad se desatan por motivos insignificantes y en situaciones que, en una sociedad civilizada, podrían ser superadas mediante el diálogo. Se ha perdido el respeto y hace mucha falta el reconocimiento a la dignidad y a los derechos del otro. Todo el mundo reclama los que considera son sus derechos -así no lo sean-, pero pocos cumplen sus deberes, y eso destruye la convivencia.
Hay una generalizada y mal llamada “cultura” -cuando es incultura- de la violencia. Que no es nueva en Colombia, pero que indudablemente se ha expandido y ha asumido nuevas modalidades. Véase lo que ocurre en las redes sociales, cuyo papel es hoy trascendental en la comunicación y que deberían servir como canales aptos para la libre expresión y la mejor información. No es así, infortunadamente. Se han convertido en escenarios virtuales del improperio, la ofensa, la calumnia, la violencia escrita y gráfica.
Desde luego, no todos pensamos lo mismo. El pensamiento y la opinión son libres, y son legítimos la controversia y el debate. Pero lo que se observa es otra cosa: la descalificación, el irrespeto y la vulgaridad, sin argumentos. Hasta las diferencias entre los políticos se tramitan con insultos.
Todo eso es violencia, y deberíamos esforzarnos en erradicarla.
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