En primer término, no cabe duda del peligro que -para el Estado de Derecho, la democracia y la institucionalidad- representaba la extraña iniciativa, que desconocía por completo el nivel superior de la soberanía popular y de las decisiones adoptadas por el pueblo en las urnas, los límites del poder de reforma constitucional, la reglas superiores vigentes sobre períodos y la reiterada jurisprudencia de la Corte Constitucional acerca de la ostensible falta de competencia del Congreso para sustituir la Constitución. Además, el proyecto, al proponer la extensión ilícita del período del presidente de la República -una forma de reelección pero votada por el Congreso y no por los ciudadanos-, vulneraba el principio de intangibilidad de la cosa juzgada constitucional, pues desobedecía lo fallado por la Corte en la Sentencia C-140 de 2010, que rechazó inclusive la vía del referendo para tal fin, y, por si fuera poco, iba contra el Acto Legislativo 2 de 2015, que prohibió toda forma y tiempo de reelección del Jefe del Estado. Y, en cuanto a la prolongación de su propio período -el de los congresistas-, además del conflicto de intereses, la sola formulación de la idea era indignante.
En síntesis, se trataba de un burdo intento de golpe del Estado previsto para ser ejecutado por el camino ilegítimo de suplantar al Poder Constituyente y de interrumpir de modo abrupto la vigencia de la Carta Política de 1991. Una vía de hecho que -se divulgó un poco tarde- no contaba con la anuencia de los funcionarios que resultarían “beneficiados” -incluido el presidente de la República-, ni tampoco con el respaldo oficial de los partidos políticos a los que pertenecen los proponentes.
El texto -que no sabemos quién lo elaboró ni de dónde provino, ni quién lo impulsaba tras bambalinas- pretendía neutralizar a los organismos de control y a las altas corporaciones de la justicia -incluida la Corte Constitucional, llamada a fallar sobre la constitucionalidad del Acto Legislativo en caso de ser aprobado-. Eso, a nuestro juicio, era una torpeza, porque -si bien podría pensarse que el supuesto “beneficio” representado en la proyectada ampliación del período de los magistrados los inhabilitaría-, no creemos que ellos hubieran aceptado tan fácilmente que se los despojara de la competencia que la Carta Política les otorga para resolver, ya que era manifiesta la intención de provocar los impedimentos. Algo similar a lo ocurrido en el caso de Jineth Bedoya, cuando el defensor del Estado colombiano ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos pretendió inhabilitar a los jueces con una muy discutible recusación colectiva que, obviamente, fue rechazada.
El proyecto de reforma fracasó, en menos de veinticuatro horas. Pero pensamos que no fue un acto improvisado, y que alguien -en las sombras- quiere golear a la democracia.
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