La excelente respuesta de Jesús a los fariseos en defensa de la adúltera es extraordinariamente primorosa: “Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Lo que siguió, todos lo sabemos, o lo podemos imaginar ahorita mismo, mirando hacia el interior de nosotros mismos. En la misma dirección camina el papa Francisco cuando responde, “¿quién soy yo para juzgar?” en referencia a las acusaciones homosexuales contra el cardenal estadounidense Theodore McCarrick (2013).
Estamos, los colombianos, inmersos en una campaña electoral que define, el año entrante, la nueva composición del Congreso y nuevo Presidente, y el fragor de la lucha parece dirigirse más hacia un moralismo político que hacia una política de Estado, entendido esto último como la forma de gobernar, sino con todos, con interés general.
Ya, sin ofendernos como antes, es inocultable que nuestra praxis democrática está contaminada, y harto, de narcotráfico, en el que se encierra una variopinta descomposición socioeconómica y política. Cómo ofendernos, si tenemos presidentes y congresistas elegidos con dineros de narcos y armas de paracos y guerrilleros; cómo, si escaleras abajo, también altos funcionarios públicos del gobierno central; gobernadores y alcaldes; diputados y concejales están relacionados directa o indirectamente con el oscuro negocio del narcotráfico; ¿cómo, si es evidente el dinero del narcotráfico en la economía con sus secuelas criminales y corruptas que contaminan todas nuestras actividades financieras y comerciales; de producción y consumo.
Estamos montados en un narcoestado, exacerbado por una guerra absurda decretada por Estados Unidos. No digo que debamos convivir con él, tal cual. Tampoco que la moral y conducta ética de los políticos no deba ser evaluada por nosotros, y juzgada por las autoridades pertinentes, a la hora de confiarles los destinos de la sociedad. Pero llegar al extremo de dividirnos, de oídas, entre buenos (justos) y malos (pecadores) es el camino más corto al fundamentalismo de Estado, con pretensión de imponer una particular visión hegemónica a la sociedad.
No es para nada aventurado creer que en un Estado permeado por el negocio del narcotráfico, pocos pueden alardear de una moral incontaminada, como para otorgar bulas morales a los demás. La salida –el desmonte de ese narcoestado—no es a través de vetos, porque nadie tendría la moral suficiente para descalificar a nadie. Es menester un nuevo contrato social, un propósito nacional o un pacto histórico incluyente. El Acuerdo de Paz, alcanzado en el pasado gobierno con la principal guerrilla, es un principio que nos puede devolver a la senda de la moral, la ética y la justicia social, a través de la verdad, la reparación y no repetición; y por eso es un ensayo de transición a nuevas formas de convivencia social en el convulsionado mundo globalizado de hoy, donde la particular moral, la ética y la justicia de los países dominantes, pretenden imponerse como norma universal.
Ojalá encontremos esa salida en las elecciones del año entrante… Y el tema pasa por dos decisiones políticas y una jurisprudencial: 1) Que los aspirantes a cargos públicos se comprometan a no comprar votos; 2) que los electores, voten por quién voten, no vendan el voto y, 3) Que las instituciones de control y vigilancia actúan en consecuencia. Parece sencillo… Este sería el primer acto de contrición, la catarsis que nos pondría en el camino de una nueva praxis moral y conducta ética, acorde con los tiempos que vivimos.
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Fin de folio.- Nada es eterno en el mundo. “Todo lo sólido se desvanece en el aire”: Marx, inspirado en Shakespeare y Goethe, popularizado por el escritor, Marshall Berman (1981).
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