Paulatinamente, la colectividad ha venido dejando a un lado los valores indispensables para una convivencia civilizada. No es sino ver lo que pasa con la violencia y la corrupción. Se han desdibujado los principios, la vergüenza, el concepto de justicia, la consideración hacia la dignidad humana, la moralidad, la ética, el respeto entre las personas. Hasta la sensibilidad con el dolor causado por el crimen se ha ido perdiendo. Hasta pasan desapercibidas las masacres, porque ya no hay respeto hacia la vida humana, ni a la integridad física y moral de cada individuo o de familias enteras.
Ya no se considera el valor de la libertad -en todas sus manifestaciones-, ni la importancia del buen trato; de la capacidad de diálogo; de intercambio desapasionado y tranquilo de los criterios políticos, sociales, económicos. Es excepcional la inteligente disposición -propia de seres pensantes- de exponer creencias y convicciones, sin pretender imponerlas. Todo se quiere resolver “a la brava”, como decían los abuelos. La intolerancia predomina en todo tipo de relaciones.
También se han ido relajando importantes valores de la democracia, como el respeto a la Constitución y a la ley, la separación y el equilibrio funcional, la autenticidad del servicio público, la transparencia, la moralidad administrativa, el concepto prevalente de lo sustancial sobre lo adjetivo. Importa más la apariencia que la verdad. Y, por supuesto, todo vale para lograr lo que se quiere, porque, en concepto de muchos -en especial políticos y gobernantes-, el fin justifica los medios.
Es muy importante que quienes participan en la campaña política, tanto si su aspiración es a integrar la Rama Legislativa como si su meta es la presidencia de la República, piensen -más allá de lo puramente cosmético y publicitario- en los intereses superiores del pueblo -titular de la soberanía, en cuyo nombre ejercerían los empleos que buscan-, respetando los valores y aplicando los postulados de la democracia, el respeto a los derechos, la libertad y la dignidad. y el acatamiento a las decisiones judiciales, en lo que falta de campaña. Y, por supuesto, también resulta necesario que la familia, la sociedad y el propio Estado se comprometan -en un pacto no político sino social- en la difícil pero posible empresa -de largo plazo- de restaurar, para beneficio colectivo, una concepción que erradique definitivamente la malévola doctrina del “todo vale”.
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