El artículo 3 de la Constitución declara de manera perentoria que la soberanía -esa característica del poder estatal que lo sobrepone a cualquier otro dentro del territorio del Estado- reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público. Añade que el pueblo la ejerce en forma directa o por medio de sus representantes, pero éstos únicamente lo pueden hacer “en los términos que la Constitución establece”. No son los titulares, ni los dueños del poder. La Constitución les confía funciones, delimitándolas.
El artículo 113 de la Constitución señala que los diferentes órganos del Estado tienen funciones separadas, y el 121 dispone que “Ninguna autoridad del Estado podrá ejercer funciones distintas de las que le atribuyen la Constitución y la ley”. Elemento esencial en un Estado de Derecho es el equilibrio armónico entre quienes ejercen el poder público, como lo proclamaba Montesquieu en “El espíritu de las leyes”.
Recordamos esos principios, propios del Estado de Derecho, para criticar, con el debido respeto -como lo hice mediante salvamentos de voto, siendo magistrado, y lo sigo haciendo como catedrático universitario-, una tendencia que, contra esos postulados, viene mostrando la Corte Constitucional: la de dictar sentencias mediante las cuales, más que resolver sobre la exequibilidad o inexequibilidad de las normas sometidas a su estudio, ejerce una función legislativa, invadiendo la órbita propia del Congreso, y sustituyéndolo. Lo hemos visto en fallos como los referentes al aborto o a la eutanasia, cuya redacción, disposiciones y efectos los convierten en realidad, más que en providencias que ponen fin a procesos judiciales, en verdaderas normas legales.
Los artículos 114 y 150 de la Constitución confían al Congreso la función de expedir las leyes (cláusula general de competencia). El artículo 241, por su parte, al confiar a la Corte Constitucional la función de guardar la integridad y supremacía de la Constitución, establece que ella debe ser ejercida “en los estrictos y precisos términos de este artículo”.
No es propio de la aludida atribución judicial la de consagrar causales de justificación del hecho delictivo; ni la de “despenalizar” el homicidio piadoso (eutanasia) cuando se trate de enfermos terminales o de quienes no lo son (una sentencia de 2021 modificó, como si de leyes se tratase, otra de la misma Corte dictada en 1997); ni “despenalizar” el delito de aborto, si se comete dentro de las primeras veinticuatro semanas, contadas a partir de la concepción. Semejantes reglas son puramente legislativas. Son propias de la autonomía funcional que, por su misma naturaleza, corresponde a la atribución legislativa.
Aunque sí puede condicionar y modular sus fallos, para adecuar las normas legales a la Constitución, la Corte Constitucional no debe legislar. Esa tendencia la politiza, la desprestigia y la aleja de su verdadero papel.
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