Tendemos a crear que solo robar es corrupción. El término es tan amplio que permea toda la conducta moral y ética del ser humano abarcando su nivel social, político, cultural, económico y ambiental que, a su vez, forman un magma psicológico que hace al individuo más o menos corrupto.
Un acápite de la Corte Constitucional, en su sentencia C-294 del 2021, sobre la prohibición de la cadena perpetua en Colombia, llama la atención porque toca factores generadores de la peor corrupción que pueda albergar un ser humano: ¡matar! Dice la Corte, con respecto a los presos, “… la mayoría de ellos se unieron al delito porque el Estado no salvaguarda sus derechos económicos, sociales y culturales … o, a causa del empobrecimiento y la falta de educación”.
Se podría concluir de este breve contexto tres cosas: 1) La corrupción es un estado anímico; 2) Todos somos corruptos; 3) No tiene cura. Todo lo que podemos hacer es mantenerla a raya, y cuando se desborda individual o colectivamente, “reducirla a sus justas proporciones”, como bien dijo el expresidente Turbay Ayala (1978 – 1982), aunque en su momento, y aún hoy, nos cause risa.
La sumatoria de su formación psicológica nos da también el parámetro de su control, que debe comprender no solo acciones punibles sino, y esencialmente, sociales, políticas, culturales, económicas y ambientales. Por eso resulta tan difícil combatirla, y de tan fácil expansión en ambientes ya corruptos, como en Colombia.
La corrupción es tan vieja como la misma existencia humana: Diógenes, en el siglo 412 a.C., andaba a plena luz del día con una linterna encendida buscando un hombre honesto. La corrupción mató a Jesús; Bolívar le decretó pena de muerte a los corruptos en 1824, y así sucesivamente, la historia nos retrata la mentira organizada en que vivimos revolcados en el mismo lodo, como reza el viejo tango Cambalache, que bien pudiera considerarse como un himno a la corrupción.
Estrenamos hoy en Colombia el primer gobierno de izquierda en 200 años, dentro un aroma de cambio de factores que alimentan la psiquis de hábitos de corrupción. El presidente Petro lo sintetiza (ese cambio) en “justicia social”, que debe provenir, con perdón por la necesaria repetidera, de un nuevo orden social, político, cultural, económico y ambiental.
No es fácil, como se puede apreciar, cambiar en cuatro años lo que se anidó durante tanto tiempo en el alma nacional. Por eso, lo primero que viene haciendo el Presidente, y lo único que puede hacer, de momento, es simbología popular –no populista, aunque parezca.
Por eso se le ve metido en la cocina de una humilde familia; por eso aparece desparpajado de bluyín y camisa por fuera, recorriendo Providencia, San Andrés, donde encontró casas de 600 millones de pesos que no valen 30; por eso come en el casino de los soldados; por eso manda derribar las rejas que privatizaron espacios públicos durante 40 años aledaños a la Casa de Nariño y el Capitolio; y, por lo mismo, habla en tono pausado y pedagógico en las cumbres de asambleas de empresarios y banqueros.
Petro está destapando el drama de una población pobre, la inmensa mayoría, subyacente a una élite de baja alcurnia que usufructúa como patrimonio propio un país inmensamente rico. El Presidente nos está diciendo que todo, en 200 años de historia, marcha sobre normas nominales que nos rodean de derechos fundamentales para “vivir sabroso”, que no se cumplen. Por eso clamó con énfasis en su posesión: “Cumpliré y haré cumplir la Constitución”. Destruir esa mentira organizada es lo primero que debemos emprender para desbrozar el camino del cambio. Parafraseando a Einstein: si queremos el cambio no sigamos haciendo lo mismo.
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Fin de folio.- Entonces, lo de Santrich fue un entrampamiento montado por la DEA con el concurso del fiscal Néstor Humberto Martínez y un pariente de y cercano a Iván Márquez; todo dirigido a reventar la JEP y el Acuerdo de Paz.
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